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Hay una docena de fallos contra la elección de consejeros para la Magistratura, pero no se conoce que el Gobierno haya presentado una sola apelación. El miércoles vence el plazo para la presentación de alianzas a nivel nacional rumbo a las primarias de agosto: la oposición es un hervidero aunque en el cristinismo resulta difícil descubrir alguna señal de nerviosismo. A partir de ese momento correrán otros diez días para la oficialización de los candidatos a legisladores, jueces y académicos. De nuevo un paisaje de contraste: negociaciones febriles en una vereda política y sólo enigmas y silencio en el poder.

Los interrogantes, matizados con un reguero de rumores, se hacen inevitables. ¿Tiene todo resuelto Cristina Fernández? ¿Lo ha hecho en su inalterable soledad? ¿Sabe quién será la persona que, en su nombre, dará la batalla crucial en Buenos Aires? ¿Sabe también qué baraja jugará allí Sergio Massa, el intendente de Tigre? ¿Resolvió además qué hacer –y con quién– en Capital, Santa Fe y Córdoba? ¿Ungió a los jueces y académicos que le permitirían a futuro el control del Poder Judicial? Existen escasas aproximaciones ante tantas preguntas. Tan pocas, que en el universo político algunas dudas estarían empezando a envolver la realización de las primarias.

La Presidenta se ha manejado desde la sanción de la reforma judicial con una llamativa lentitud. Optó por promulgar la ley recién cuando los plazos estaban caducando. Ahora omite apelaciones contra los fallos que declaran la inconstitucionalidad de la votación para consejeros. Aguardaría una sentencia firme, quizá, para plantear el pedido de per saltum y forzar una intervención urgente de la Corte Suprema. Cristina no ignoraría que los miembros del máximo Tribunal, con excepción de Raúl Zaffaroni, tienen mala disposición para convalidar aquel mecanismo. Si así sucediera, ¿acataría simplemente el fallo y anularía la elección de consejeros, o intentaría postergar las primarias por considerar que se habrían dislocado los pasos del proceso electoral?

No hay que perder de vista una cosa: todo el ciclo descripto debería desarrollarse en un puñado de días. Los tiempos judiciales acostumbran a ser cansinos. También habría que computar las previsibles interferencias de la política.

La hipotética suspensión de las primarias no pasaría de una conjetura acicateada por las conductas dilatorias del Gobierno. Es cierto que esas primarias no le calzan bien al oficialismo: a diferencia de lo que sucedió en el 2011, podrían terminar potenciando alguna opción opositora para octubre. Pero el supuesto aplazamiento podría representar también un elevado costo para la Presidenta.

El presunto impedimento para la votación de consejeros, en cambio, serviría a Cristina para redoblar su ofensiva contra la Justicia y su indomable espíritu corporativo. Hay un discurso cristinista que, con nitidez, cambió de dirección.

Habría quedado sepultada la prédica garantista. El secretario Sergio Berni, la semana anterior, y la propia Presidenta, en varias ocasiones, han ligado el recrudecimiento de la inseguridad con el flojo comportamiento de los jueces, que largarían a las calles a delincuentes y criminales.

El cristinismo va moldeando, mientras tanto, su propia masa crítica en el Poder Judicial. Justicia Legítima dejó de ser desde hace días una simple corriente de pensamiento. Fue constituida como una Asociación Civil a cuyo mando resultó designada María Garrigós de Rébori, una jueza de prestigio. Otro sostén del mismo grupo es la procuradora general, Alejandra Gils Carbó. Rébori es una crítica tenaz de la corporación y defensora de la elección popular de los jueces. Suele hablar con cierto desdén de la “familia judicial” aunque ella misma se incorporó a ese mundo a través de un pariente, Horacio Esteban Rébori, juez de instrucción y camarista durante la dictadura. Justicia Legítima es aún una organización pequeña comparada con la Asociación de Magistrados. Pero está en el horizonte de Rébori su fortalecimiento. Se calcula que hay en este momento más de 90 ternas en danza para ocupar cargos en el Poder Judicial. Sobre muchos postulantes se ha iniciado una campaña de afiliación a Justicia Legítima que, a lo mejor, facilitaría sus carreras.

Rébori explicó que los actuales consejeros de la Magistratura tampoco salieron “de abajo de las baldosas” y que poseen “pertenencia política”. “Todos los partidos en la medida en que han sido gobierno pusieron sus jueces. El Poder Judicial es hoy como una composición de capas geológicas de diferentes tendencias políticas”, describió. De eso se trataría, precisamente: de la existencia de una pluralidad y no de la imposición de un pensamiento único. El ex fiscal que juzgó a las Juntas Militares, Luis Moreno Ocampo, recurrió a un ejemplo didáctico para ejemplificar la distorsión.

“¿ A un hincha de River le gustaría acaso que el árbitro de un clásico fuera socio de Boca?”, disparó.

No se trataría sólo, en realidad, de un problema ideológico. Existiría por detrás –o por delante– la voluntad de extender y eternizar un poder y un proyecto. Es el caso cristinista. Para eso resulta imprescindible oscurecerlo todo. También las indecencias que enardecen a la opinión pública cuando el dinero en los bolsillos empieza a escasear. Recién dos meses después de divulgadas las primeras denuncias sobre el supuesto lavado de dinero del empresario K, Lázaro Báez, la Justicia dispuso allanamientos en un montón de sus propiedades en Santa Cruz. La investigación está a cargo de Sebastián Casanello, que hizo todo para excusarse. El juez tiene vínculos políticos con La Cámpora.

A la misma agrupación pertenece Julián Alvarez. El subsecretario de Justicia habría recibido una solicitud de Máximo Kirchner, el hijo de la Presidenta, para que se encuentre una salida decorosa al escándalo Ciccone, que involucra a Amado Boudou. Esa causa hace rato que permanece bajo anestesia. En ese estado ingresó luego de la crisis que terminó con la renuncia de Esteban Righi a la Procuración General, el apartamiento del juez Daniel Rafecas y el ostracismo del fiscal Carlos Rívolo. El de Máximo habría sido, apenas, el primer puntapié. Portavoces judiciales aseguran que, días pasados, el ministro de Justicia, Julio Alak, se comunicó con Ariel Lijo. Ese juez sustancia ahora el escándalo. Lijo habló poco con Alak.

Enseguida escuchó la voz presidencial, interesada, al parecer, en que no persista una supuesta condena mediática sobre el vicepresidente.

En la causa han comenzado a ocurrir pequeñas cosas. Rafecas debió comparecer ante el Comité de Disciplina de la Magistratura y quedó al borde del juicio político. Cometió serios errores de procedimiento pero, sobre todo, incurrió en un pecado político: allanó sin avisar un departamento de Boudou.

Su actualidad podría representar un mensaje cifrado para Lijo. El magistrado ha ocupado casi todo su tiempo en tareas administrativas relacionadas con la causa. Acaba de aceptar el peritaje de los bienes del vicepresidente según la fórmula propuesta por sus abogados defensores. Pensaba que se debía realizar de otro modo.

Pero la presión del poder es intensa.

Lijo tendría, pese a todo, una convicción íntima: que con las pruebas que reuniría el escándalo resultaría imposible eximir de responsabilidades a Boudou sin hipotecar su futura trayectoria en la Justicia. Se trata de un hombre joven llamado, con certeza, a vivir tiempos políticos distintos en la Argentina.

Llamaría la atención, por encima del escándalo, la insistencia de Cristina para colocar a salvo a Boudou. El vicepresidente, desde su nominación, no ha sido más que una desagradable carga política para la Presidenta. En este punto podrían bifurcarse las interpretaciones. Cristina desearía el perdón para Boudou frente a una eventual derrota electoral en octubre. La derrota podría derivar en una crisis.

El juicio al vice, transformarse tal vez, en el juicio final contra ella misma.

Podría existir otro argumento: Boudou sería de nuevo elegido por Cristina, esta vez pensando en la sucesión –para ganar o perder– del 2015.

Lo dijeron en público varios ultracristinistas, entre ellos los diputados Edgardo Depetri y Diana Conti. Hasta se atrevió a insinuarlo el intelectual de Carta Abierta, Ricardo Forster.

Boudou es, entre muchos, uno de los funcionarios con peor imagen popular, según la unanimidad de las encuestas. Hace meses que bajó su perfil. Remite sus actividades a la titularidad del Senado y a excursiones oficiales fuera del país. Pero no habría perdido, pese a todo, la confianza de la Presidenta. Hay quienes aventuran aún más en este hipotético plan de resurrección del vicepresidente. Habría figurado en la consideración del menú electoral de Cristina para octubre en Buenos Aires. Pero su presente judicial lo impide. ¿No está puesta como candidata de ese distrito Alicia Kirchner?

Está, es cierto, pero a la Presidenta no le provocaría un derrame de entusiasmo. Pesaría el pobre papel que la ministra de Desarrollo Social cumplió durante las inundaciones en La Plata. Influiría también que no logra despegar en la competencia preelectoral con alguno de los aspirantes de la oposición.

¿Boudou estaría mejor?

No hay nada ahora que indique eso.

Todo lo contrario.

Pero son demasiadas las cosas que en el cristinismo no suelen tener lógica ni explicación.

Se niega la inflación pero se adoptan malas medidas para combatirla. Se reclaman propuestas y debate a una oposición, a la cual se ignora. Se hace alarde sobre un nuevo modelo cultural porque se entabla un pobre forcejeo con una estatua de Colón.