Con estas palabras describe Tomas Whigham, historiador norteamericano, el dramático desarrollo de este conflicto militar, el mayor en la historia de América del Sur.
En su inicio no fue así, sin embargo, porque el mariscal Solano López, dictador de Paraguay, al declarar la guerra al Brasil y luego a la Argentina, pasando inmediatamente de la proclama a la acción bélica, tenía algunas razones para ser optimista con su estrategia de guerra relámpago. Aspiraba a jugar un rol en el equilibrio geopolítico de la cuenca del Plata, pensaba que difícilmente el presidente Bartolomé Mitre pudiera unificar a las recelosas provincias argentinas y que los medios militares de Brasil estaban demasiado lejos como para poder detener su triunfal avanzada.
Los hechos le fueron adversos y a sólo seis meses de iniciada la guerra, la marina paraguaya fue destruida en la batalla de Riachuelo: Paraguay quedó aislado, sin posibilidad de ninguna ayuda exterior y constreñido a una estrategia defensiva que, pese a poseer el ejército mejor organizado, más tarde o más temprano lo condenaba a la derrota frente a enemigos económicamente muy superiores.
El conflicto fue tan largo, tan sangriento y tan espantosa la destrucción de Paraguay, luego de una resistencia heroica, que desde entonces está envuelto en polémicas apasionadas. Desde un ángulo se le ha visto como el desenlace fatal para la agresividad de un dictador paranoico, que fusilaba generales y familiares con inusitada crueldad y que en su megalomanía declaró la guerra a los dos Estados más poderosos de América del Sur. Esto fue verdad, pero no explica todo lo ocurrido. Desde el campo opuesto se habla de una gran conjura británica, que alentó a la Argentina y Brasil a destruir la singularidad del desarrollo paraguayo y derrocar un gobierno que no aceptaba subordinarse a ninguna influencia foránea. En esa posición, curiosamente coinciden autores rioplatenses de izquierda con los de la derecha autoritaria paraguaya.
Dentro de esos límites en blanco y negro, con los años, felizmente, se ha ido abriendo el espacio a una reconstrucción histórica que supera los anacronismos y esquematismos ideológicos, narra los hechos tal cual fueron y va esclareciendo de una buena vez cuán poco hay de realidad en la mitología revisionista que en los últimos años ha procurado mirar la dramática confrontación con los estereotipados padrones políticos del antiimperialismo contemporáneo.
Acaba de publicarse el tercer y último tomo de La guerra de la Triple Alianza, del citado Thomas Whigham (Ed. Taurus, Asunción, 2012) y éste constituye, a nuestro juicio, un aporte fundamental para el verdadero conocimiento histórico, que no puede reducir a esquemas simples una realidad tan compleja como era la de nuestra región en aquellos años.
Por eso el autor comienza su narración en la herencia colonial y los difíciles procesos derivados de la independencia. La de Paraguay fue desconocida por Rosas y la Argentina recién la reconoció luego de su caída. Brasil, en cambio, tempranamente dio ese paso diplomático, pero no aceptó en cambio sus fronteras. Uruguay había empezado su vida en el acuerdo internacional en que las Provincias Unidas y el Imperio de Brasil reconocían su independencia pero apenas con resignación, aspirando ambos a ejercer sobre él una influencia que de hecho mantuvieron. Paraguay, que había sido el centro de la colonización española, rechazó desde el inicio su incorporación a las provincias platenses y se encerró desde entonces en un aislacionismo que preservó los autoritarismos gobernantes, fundados por el doctor Francia, un Robespierre criollo, monopolista de la autoridad tanto en lo político como en lo económico.
Whigham considera que la guerra de Paraguay fue a la América del Sur lo que la Guerra de Secesión a los Estados Unidos, o sea, un conflicto que envolvió a todos los actores regionales y terminó de consolidar estructuras políticas nacionales hasta entonces tambaleantes.
No hay duda de que la Argentina se unificó en esos años, con un Buenos Aires que logró alinear detrás de sí a todas las provincias, cosa que López pensó que nunca ocurriría.
Paraguay salió destrozado, con una población masculina cercenada, pero con una independencia que, de no haberse pactado por los aliados en el Tratado de la Triple Alianza, seguramente se hubiera comprometido.
Uruguay, el menos protagónico en el conflicto, consolidó también su independencia, porque la intervención brasileña en su política, en 1865, fue la última de su historia. Se salvó, por otra parte, de envolverse en el conflicto del lado paraguayo, alineamiento que sin duda habría terminado trágicamente.
El propio Brasil experimentó la transformación de su monarquía y afirmó una unidad enconadamente resistida en el Sur. El imperio salió de la guerra liberando los esclavos y vio su final a manos de los militares que habían descubierto en los campos de batalla un poder de arbitraje político hasta entonces desconocido para ellos.
Whigham -al igual que Francisco Doriatoto en su Maldita Guerra (Companhia das Letras, San Pablo, 2002)- encuentra elementos probatorios de que la influencia británica no está presente en el origen del conflicto, considerando que su "mejor explicación descansa en el pequeño ámbito de las ambiciones políticas y cómo esas ambiciones se expresaron en la construcción de nuevas naciones". Los ingleses, imperio comercial por excelencia, querían paz y navegación libre, no pueblos empobrecidos sin capacidad de consumo. El abandono del mariscal López de la prudente política de sus antecesores y su deseo de jugar un rol en los equilibrios del Plata lo llevaron a concebir un plan que inicialmente no parecía descabellado, pero que se transformó luego en una orgía de sangre, que él llevó hasta el delirio cuando se negó a reconocer su derrota. Así sacrificó a un pueblo que le siguió hasta el trágico final.