Para hacer un balance es necesario descubrir rasgos contradictorios. Videla no realizó actos que puedan contraponerse o balancearse con sus crímenes, ya demostrados en la Justicia. Fue, en primer lugar, un traidor: como comandante en jefe de las Fuerzas Armadas derrocó al gobierno que lo había asignado a ese destino. Y encabezó un detallado plan de asesinato y persecución sistemáticas.
Fue un hipócrita, que arrodillado en todas las iglesias, se asignó una misión sangrienta. Le dio un rostro adusto a la peor dictadura que vivió la Argentina. Nadie podrá recordar un solo acto público que lo redima de estas manchas morales indelebles.
Para otro capítulo de la historia queda el análisis de por qué fue posible y cómo se condujeron millones de argentinos en los primeros años de la dictadura, dónde estuvo la prensa, dónde los políticos, dónde los pocos resistentes; cómo fueron cambiando conductas y reviendo posiciones. Videla, en cambio, nunca se arrepintió de sus actos, nunca públicamente los consideró un error fatal.
Su muerte no puede convocar la ecuanimidad porque, en vida, no hizo nada que pudiera motivarla. Fríamente, con el convencimiento de los enajenados pero con la cabeza fría de quien ejecuta los pasos necesarios para alcanzar sus fines, Videla inauguró su gobierno con falsedades. Dijo que el golpe que encabezaba iba a restaurar las instituciones y respetarlas. Mintió porque sabía que sus decisiones iban a destruirlas, destruyendo las bases éticas de la República.
La hipocresía de Videla es quizás, entre todos sus rasgos, el más repugnante. Se envolvió en los pliegues de un disfraz de virtuoso. No interesa su conciencia, que no podemos conocer; interesa la frialdad hipócrita con que se mostró siempre.
Creyó ser moralmente superior a sus víctimas. Colmado de una superioridad hecha de religión y patria, presentó sus actos como tributo que las Fuerzas Armadas rendían sacrificadamente a la Nación y a Occidente. Invirtió así los términos: los sacrificados, los muertos eran los criminales, y los verdugos, los salvadores. Un pacto de sangre selló sus labios y se llevó a la muerte muchos secretos.
Arrodillado frente a los crucifijos que afirmaba respetar, la imagen de Videla es imborrable. Ese hombre de moral engangrenada se presentaba como un devoto y como un soldado severo, pero tranquilo, de pocas palabras, decidido y veraz. Falsificó y negó. Murió sin admitir nada. No conocemos sus pesadillas. Tampoco interesan. Si recordó sus fechorías en las noches de justa prisión, si se estremeció con ellas, lo ignoramos. Pero no importa: el malhechor no se redime por sus sueños.
Videla era un creyente. Yo no lo soy. Pero si existiera un infierno, allí estaría su lugar. Si existiera ese Dios ante el que se arrodilló, los auxilios de la religión y el dogma no deberían ser suficientes. No voy a hablar, en su caso, de la banalidad del mal. Hombres profundamente dañinos, como Videla, seguramente fueron también banales. Pero para sus víctimas, para el país que quiso destruir y refundar representan la amenaza de lo siniestro: eso que parece un buen padre de familia y un soldado es un asesino serial. Videla pertenece al Séptimo Círculo, al de los violentos contra el prójimo. Allí lo hubiera sepultado Dante en la Divina Comedia , rodeado de muros de piedra y hundido en ríos de sangre.