A su vez, otro decreto de convocatoria fijará la misma fecha para presentar las listas correspondientes a la elección por voto popular de los jueces, abogados y académicos que deberían sumarse a los actuales integrantes del Consejo de la Magistratura.

Menudo programa. Los que se interesan por estas cosas soportan un barullo provocado por los repentinos zarpazos de un poder que no logra salir de sus propias encerronas y, al mismo tiempo, confunde al electorado. Es un engaño, montado con astucia leguleya, tras el cual se mueve una estrategia para trasponer otro umbral de los tantos que conducen a un régimen de sumisión de los poderes Legislativo y Judicial al imperio del Poder Ejecutivo.

A esta circunstancia hemos llegado mientras cruje la popularidad del Gobierno y se ponen en marcha, adicionalmente, planes de blanqueo para amortiguar la escasez de dólares del Banco Central, fabricar una cuasi moneda y, de paso, encubrir la corrupción. Nada, en cambio, se propone para atacar las causas de este desaguisado, que se cifran en la inflación y el déficit fiscal.

Estamos pues ante un escenario que muy poco tiene que ver con la normalidad a que nos convoca la legitimidad de la democracia republicana. En verdad, nos sigue arrastrando el choque, la fricción constante, entre dos tipos de legitimidades: la primera, anclada en la fórmula de una democracia resguardada por los derechos y los frenos y contrapesos de la república; la segunda, dispuesta a dejar de lado esa fórmula para instaurar la alternativa de un cesarismo hegemónico. Dos maneras antagónicas de entender la democracia.

Por el momento, ninguna de estas legitimidades ha logrado prevalecer definitivamente, lo cual nos señala, en perspectiva histórica, que nuestra política no ha podido sortear una disputa en torno a los fundamentos de la autoridad política y a las correlativas obligaciones que se desprenden de ese fundamento. El asunto tiene por tanto raíces en el pasado, viene avanzando desde el fondo de nuestro traumático siglo XX y hoy tiende a poner en crisis una democracia a punto de cumplir tres décadas de existencia.

Son treinta años que se han revelado incapaces de borrar este conflicto que exacerba las pasiones. El saldo es conocido: un paisaje hostil en el plano público de la vida ciudadana que nos empantana, en particular a los más pobres y desprotegidos, frente al desafío del desarrollo sustentable y equitativo de la sociedad.

En cualquier disputa en torno a la legitimidad, el tiempo y la velocidad con que suceden los acontecimientos representan un papel crucial. El espíritu de una constitución republicana como la nuestra establece tres ritmos temporales para adoptar decisiones. Un tiempo corto para el ejercicio del Poder Ejecutivo; un tiempo intermedio para el ejercicio del Poder Legislativo; un tiempo largo, en fin, para el desempeño del Poder Judicial.

De este modo, una presidencia en permanente actividad, con un aparato burocrático y clientelar en estado de alerta, puede poner el pie en el acelerador mientras los legisladores deliberan con menos urgencia temporal y los jueces lo hacen durante períodos más largos mediante un sistema procesal compuesto por varios niveles.

La atmósfera que envuelve a estos días decisivos está cargada por un gobierno que no para, que busca dejar sin aliento a sus adversarios, que dispara decisiones sin cesar y dispone de una mayoría registradora en el Congreso. Con esa palanca se reduce a mínima expresión el tiempo necesario para deliberar y, de ser posible, elaborar algún consenso. Esta mayoría es por ahora tributaria del escaso desgarramiento que en este año han tenido las bancadas del Frente para la Victoria en el Senado y en la Cámara de Diputados.

Gracias a esa disciplina, el tiempo ejecutivo y el tiempo legislativo se han fusionado en un mismo acto: le basta a la Presidencia con enviar un proyecto al Congreso para que, de inmediato, sobrevenga la ratificación legislativa. Es una cohorte legislativa que tan sólo podría cambiar si esa compacta conducta se desarticulara como ocurrió en 2008 al influjo del enfrentamiento con el campo.

Las marchas a paso forzado obedecen al temperamento belicoso que inspira al oficialismo. Es un combate en varios frentes, por ejemplo, contra el enemigo mediático a través de una intervención al Grupo Clarín y de una ley modificatoria del paquete mayoritario de la empresa Papel Prensa, que parece un calco de un apotegma clásico en esta materia: "El arte de la guerra -decía en efecto Bonaparte- es sencillo: todo estriba en la ejecución". Entre nosotros es un arte invasivo, efectuado a golpes de arbitrariedad, que tiene en mira romper el equilibrio del orden constitucional y erosionar el pluralismo de la sociedad civil.

¿Qué límites podrán contener esta arremetida? A simple vista, provendrían de tres fuentes: de las oposiciones, que deberían aprovechar todos los resquicios de las leyes de reforma de la Justicia para unificar propuestas y conformar listas conjuntas para el Consejo de la Magistratura; de la vigilancia de la opinión pública y de las redes y fuerzas sociales y, en especial, de la sobresaliente responsabilidad que, en estos días decisivos, recae sobre el Poder Judicial.

Se trata de una responsabilidad ligada a la presunción de inconstitucionalidad de la ley atinente a la composición del Consejo de la Magistratura (no es, por cierto, la única), que seguramente, una vez promulgada, podría generar demandas de amparo y medidas cautelares en varios fueros, entre ellos, el contencioso administrativo y el electoral. De ser así -y parecería que hasta el propio Gobierno lo descuenta-, el ritmo de los tiempos judiciales, su mayor o menor lentitud, adquiere un dramatismo proporcional al gran tema de la independencia de la Justicia.

¿Qué actitud cabe en semejante contexto? En primer lugar, por parte del Poder Judicial, unidad y prudencia. La unidad de este poder no es de carácter sustantivo, como sueñan los dictadores, sino de carácter formal. Consiste en un apego riguroso a la Constitución, las leyes y los procedimientos. En una palabra, como diría Norberto Bobbio, el Poder Judicial es la instancia que mejor encarna una democracia que respeta "las reglas preliminares que permiten el desarrollo del juego político". Cuando se las rechaza, en lugar de desenvolvimiento democrático hay declinación autoritaria y, en la otra orilla, confusión anárquica.

Reglas vigentes, por tanto, y además un tiempo adecuado para que, cuando nos internemos en el proceso electoral, las decisiones judiciales despejen las incógnitas y nos permitan contar con la certeza de que no se cortará el "hilo de seda" de la legitimidad. Esperemos no llegar a tal situación, lo que nos retrotraería a las malsanas dicotomías del último siglo, anteriores a 1983.

En el trasfondo de estas querellas se oculta una carencia destructiva. Es la ausencia de un poder moderador capaz de morigerar las ambiciones e inyectar en la política adhesión a la legalidad. Hoy, los poderes moderadores se radican en la Corte Suprema y en el electorado independiente. Uno, en manos de pocos; el otro, en manos de muchos, salvo que el faccionalismo haga estallar ese potencial en múltiples cabezas tan ineptas para la negociación como para el acuerdo. Incógnitas, todas ellas, en efervescencia mientras los plazos apremian.