Desde hace tiempo, el gobierno kirchnerista se arroga el papel de víctima ante cada cimbronazo en materia económica o frente a cada escándalo de corrupción pública. Lejos de aceptar responsabilidad alguna, vive inventando conspiraciones para disimular sus errores y para justificar sus crecientes abusos de poder. Se recurre cada vez más a argumentos inverosímiles, como que el mundo se nos cayó encima, cuando es la Argentina la que se viene cayendo del mundo en los últimos años y cuando las reservas de los bancos centrales de la región vienen creciendo en casi todos los países mientras aquí se desploman; como que la inseguridad es producto de una suerte de histeria colectiva a la cual son ajenos nuestros gobernantes, o como que los padecimientos financieros y la huida del peso argentino son el producto de maniobras "destituyentes" o "golpistas".

Denuncias de esta última clase, como las efectuadas días atrás por el secretario legal y técnico de la Presidencia, Carlos Zannini, o augurios como los del titular de la Unidad de Información Financiera (UIF), José Sbattella, en el sentido de que podría aplicarse la ley antiterrorista contra medios periodísticos, constituyen junto a los más recientes cuestionamientos presidenciales hacia los jueces que fallan en contra del Gobierno, una gravísima desviación autoritaria.

La costumbre de tildar de "destituyentes" desde el Gobierno a quienes critican o se oponen a sus políticas o a los jueces que buscan poner límites a los abusos de poder se relaciona con la típica tendencia de los gobiernos despóticos a victimizarse. Esa actitud esconde la perversa intención de cercenar las libertades individuales y perpetuarse en el poder.

La iniciativa de diputados nacionales del oficialismo para que el Estado se apropie de la mayoría de la empresa Papel Prensa y la probable intervención del Grupo Clarín por parte de la Comisión Nacional de Valores (CNV) anticipan nuevos desvíos hacia un terrorismo de Estado que hablan a las claras de que el único proyecto golpista es el que encarna el actual grupo gobernante para avanzar sobre el sector privado, pasando por encima de cualquier garantía constitucional y violentando la seguridad jurídica. Ni siquiera puede decirse que se trata de un proyecto de país; apenas pasa por consolidar un proyecto de poder que el Gobierno no dudará en seguir cimentando con su mayoría automática en el Congreso o avanzando hacia un auténtico esquema totalitario cuando encuentre obstáculos constitucionales en el camino.

En el relato kirchnerista hay un culpable para cada problema y ese culpable nunca es el Gobierno. Por citar apenas un par de ejemplos, puede recordarse que cuando fue descubierta una valija con 800.000 dólares proveniente de Venezuela en un avión de la empresa estatal Enarsa, desde la Casa Rosada se le echó la culpa a Estados Unidos. Y cuando se produjo la tragedia ferroviaria en la estación Once, el gobierno nacional no sólo no aceptó su clara responsabilidad, sino que quiso convertirse en querellante, lo que felizmente no fue aceptado por la Justicia. Ahora, en medio de la escalada del dólar informal y el deterioro de las variables económicas, las autoridades nacionales sólo atinan a buscar en especuladores y en empresarios inescrupulosos las razones de la debacle, al tiempo que insisten en sostener políticas equivocadas.

Cada paso que da el Gobierno no hace más que agravar las tendencias y deteriorar aún más la confianza. Sin una conducción económica unificada a cargo de técnicos con autoridad ni un programa coherente y creíble, predominan los impulsos intervencionistas, prepotentes y cortoplacistas como los del secretario de Comercio Interior, Guillermo Moreno. En su imaginación, la inflación se combate congelando precios y amenazando a comerciantes y productores. Y como esas fórmulas no arrojan resultados positivos, para el Gobierno la culpa es siempre de estos últimos.

Estas simplificaciones reduccionistas son lamentablemente aceptadas por una parte no menor de la población. Resulta políticamente convocante el señalamiento de culpables identificados por visiones meramente intuitivas y que además desempeñan roles sociales popularmente menos simpáticos, como es el caso de los comerciantes y los banqueros, a quienes se responsabiliza por el aumento de los precios y por enriquecerse sin aportar a la producción, respectivamente. En la Argentina kirchnerista el catálogo de "enemigos del pueblo" comprende, entre otros, al complejo sojero, a los "capitales concentrados", los especuladores, los "monopolios mediáticos", los que viajan a Miami y muchos otros que suelen aparecer repetidamente en los discursos presidenciales. Sin estos "malvados" no se podría construir la dialéctica amigo-enemigo impuesta en el relato oficial de los últimos diez años.

Así como esta esquematización permitió construir poder, también sirvió para generar el temor de quienes han tratado de evitar ser incluidos en el club de los repudiados. Integrar ese lote de sectores demonizados desde el atril presidencial les crea una indefensión frente a las arbitrariedades de la AFIP, la UIF, la CNV o la Secretaría de Comercio, e incluso frente a un sistema judicial presionado y amenazado por el Poder Ejecutivo. Así, la política del miedo instrumentada desde el Gobierno explica en parte la escasa resistencia ofrecida por gran parte de los sectores empresarios.

"Golpe o democracia" es una consigna que militantes del oficialismo han pintado en estos días en muchos lugares de la Capital y el Gran Buenos Aires. Una falacia más, que busca encubrir la responsabilidad por las propias acciones, trasladándola arbitrariamente a quienes no están de acuerdo con un modelo populista que evoluciona hacia un cada vez más férreo autoritarismo.

¿Qué puede esperarse en este escenario con denuncias de corrupción cada vez más graves y menos rebatibles? Hay una brecha cambiaria que se acerca al ciento por ciento, un déficit fiscal creciente financiado con emisión y un deterioro institucional que ha aislado a la Argentina del mundo y de la inversión. La crisis se presenta como inevitable si no cambian profundamente las políticas. No parece que esto vaya a suceder a la luz del reciente anuncio del proyecto de blanqueo de moneda extranjera no declarada por argentinos, que por sí solo distará de generar una recreación de la confianza perdida. Por lo tanto, y como ya ha ocurrido más de una vez en el pasado, el ajuste se producirá desordenada y traumáticamente.

El Gobierno sólo se ocupará de señalar culpables. Ya comenzó a hablar de un complot, de movimientos "destituyentes" o de un "golpe de mercado" del que hará partícipes a sus "enemigos". Esta interpretación ya ha sido más que insinuada por varios funcionarios en numerosas oportunidades. La última se produjo ante el despegue del dólar paralelo.

Pero hay otra amenaza, que es la de las actitudes violentas de quienes vienen siendo adoctrinados por el discurso oficial, que no ha cesado en sembrar odios y divisiones entre los argentinos. Ahí están La Cámpora, el Vatayón Militante, Tupac Amaru y otros agrupamientos que se han mostrado impermeables a las evidencias de la corrupción y de la hipocresía oficial. Muchos de estos llamados "militantes" probablemente han sido reclutados mediante ventajas materiales y personales, pero sin duda hay muchos otros que exponen una mística que en un triste pasado reciente condujo a atajos de violencia y de muertes. El Gobierno debería ser consciente de estos riesgos que él mismo ha creado o al menos debería pensar en atenuar sus consecuencias.

Es menester poner fin a una dialéctica del odio y el resentimiento capaz de llevarnos hacia un peligroso camino de violencia. Aún se está a tiempo de evitar males mayores y de abandonar la intolerancia, para sentar las bases de un proceso de concordia que el actual gobierno no se ha preocupado por cimentar. Dejar en paz a las instituciones, reinstalar el principio de la división de poderes y poner fin a las infundadas acusaciones de golpismo debería ser el primer paso de quienes hoy tienen el delicado deber de gobernar para todos los argentinos.