En nuestro editorial del 14 de febrero de este año, destacamos el grave estado de la infraestructura del país, resultado de políticas que combinan subsidios, intervenciones que producen distorsiones de todo tipo y desaliento a la inversión por un lado y, por el otro, un estímulo irresponsable al consumo. Las obras viales, el transporte y la energía son algunas de esas muestras de un Estado que se dedica a gestionar mal lo que no le compete mientras desatiende sus funciones específicas, más de una vez con consecuencias trágicas como lo han demostrado la tragedia de Once y las recientes inundaciones.
Uno de los pocos sectores en que nuestro país ha podido atraer importantes inversiones privadas, que se sostuvieron en el tiempo, es el de las comunicaciones móviles, que nació y se desenvolvió en condiciones de competencia y que en la Argentina muestra una difusión de las más altas de América latina. La tecnología de primera generación dio origen a la telefonía móvil a fines de la década de 1980, permitiendo las llamadas de voz. Más tarde, en 1998, la segunda generación agregó servicios de datos y una mejor calidad de sonido. En 2005, fue introducida la llamada tercera generación, que permite transmitir información a alta velocidad, no sólo bajo la forma de voz sino también de audio, videoconferencia e Internet móvil. Sólo basta imaginarnos cómo sería nuestra vida diaria, cómo se verían afectadas la seguridad, la productividad y las relaciones humanas sin el teléfono móvil para comprender su contribución al bienestar.
El crecimiento del sector requiere de frecuencias radioeléctricas, que el Estado nacional adjudicó por última vez en 1999, cuando existían poco más de dos millones de usuarios, y que continúa retaceando a las empresas prestadoras cuando hay más de 55 millones de líneas en servicio. No sólo se mantienen límites regulatorios que han sido abandonados por casi todos los países del mundo, pues en naciones como Perú, Chile, Brasil, México y los Estados Unidos cada operadora dispone de aproximadamente el doble del máximo autorizado por empresa en nuestro país, sino que además ha vuelto sobre sus pasos al dejar sin efecto, luego de un año y medio de trámite, el concurso que venía tramitando para distribuir frecuencias entre los operadores establecidos, y ha dispuesto que sea una empresa estatal la que se lance a prestar el servicio a costa de todos los contribuyentes. La recaudación que perdió el Estado en concepto de licencias por las frecuencias que no se usan rondaría los 300 a 400millones de dólares, según estimaciones empresariales.
Como la telefonía móvil reutiliza cada frecuencia en varias comunicaciones, al no disponer de ese insumo en cantidad suficiente debe instalar más antenas, tarea que se enfrenta muchas veces con restricciones o prohibiciones municipales y que, además, genera un impacto visual negativo.
Por eso, es contradictorio el embate que el Gobierno ha iniciado contra el sector a través de una genérica acusación de falta de inversión. El sector de las comunicaciones móviles presenta una relación entre ingresos e inversión muy superior al que muestran otros sectores como el financiero o energético, al tiempo que contribuye en aproximadamente más del 4 por ciento al Producto Bruto Interno. Del mismo modo llama la atención que después de las recientes inundaciones, el nuevo titular de la Secretaría de Comunicaciones, Norberto Berner, haya dictado una resolución que pone en cabeza de las compañías celulares estrictas obligaciones de restablecimiento del servicio en caso de "catástrofes". Se trata de una medida tan demagógica como inútil ya que, por definición, a nadie puede exigirse que tome a su cargo obligaciones cuando, precisamente, existen causas que pueden ser calificadas como de fuerza mayor.
Resulta paradójico el rigor con que el Estado pretende imponer obligaciones a las empresas privadas sin mostrar similar preocupación por el cumplimiento de sus propias obligaciones en materia de salubridad, seguridad e infraestructura, que son las que la sociedad echa de menos cuando ocurren ese tipo de fenómenos.
El Estado debe ejercer con rigor sus funciones de control y de protección a los consumidores, pero con transparencia, justicia y razonabilidad. Imputar livianamente falta de inversión a los operadores desde un doble rol de regulador y de flamante competidor cuando el poder público se encuentra en falta respecto de sus obligaciones esenciales exhibe un improvisado populismo.
Como hemos dicho ayer en esta columna editorial, cada vez son más las empresas que abandonan el país como consecuencia de sus políticas erráticas, y crece también el porcentaje de las que deciden afincarse en otras naciones donde existen reglas claras y cumplimiento de los compromisos asumidos. Por esa razón no sorprende que durante los últimos diez años los países de nuestra región hayan triplicado el monto de las inversiones recibidas, mientras que en la Argentina se redujeron a la mitad.
Está claro, entonces, que si el gobierno nacional persiste en hostigar al sector privado difícilmente consiga su declamado objetivo de que aumenten las inversiones en beneficio de la calidad de vida de los argentinos.