Ante la intoxicación de personalismo, antes y después de la muerte del líder carismático, la sucesión presidencial se atasca, las sociedades se polarizan con violencia y la gobernanza se derrumba en la crisis. De nada vale la manipulación funeraria: en estos regímenes, los procesos electorales, de cuya normalidad depende la legitimidad de la democracia, se convierten en feroz campo de batalla.
Hubo, sin embargo, en la experiencia venezolana un resorte que muy pronto se puso a punto y gracias al cual Chávez sobresalió durante una larga década. La constitución "bolivariana" y reeleccionista respaldó a ese principado popular, encarnado en su presidente-comandante, y aseguró su imperio sobre dos clases de poderes. Chávez dominó sobre la división formal de poderes del orden republicano y sobre la constelación de poderes sociales: los medios de comunicación, los sindicatos, las organizaciones empresariales, las asociaciones de la sociedad civil.
En sus grandes líneas, ése es el formato de un régimen que sueña con reducir todos los poderes a la unidad del Estado y que, ahora, encuentra fuertes resistencias mientras busca retener el generoso apoyo electoral de antaño. Roto ese circuito de confianza, o seriamente atenuado, comienza el crepúsculo caótico de una época.
Éste es el espejo que también sirve de preámbulo al debate que en estos días nos envuelve. Tres datos lo conforman: la arremetida sobre la Justicia y la división de poderes; las restricciones constitucionales que acaban de aplicarse a la ley de medios y, en general, el problema de fondo que aqueja al oficialismo.
La cuestión se explica por el hecho de que el kirchnerismo carece en la actualidad de dos instrumentos estratégicos para extender en un tiempo prolongado su voluntad hegemónica. Al primero lo anuló inesperadamente el fallecimiento de Néstor Kirchner. Se desmoronó así el original montaje de una sucesión sine die de carácter matrimonial. El segundo instrumento exigía tocar de entrada la Constitución vigente, cosa que no ocurrió.
A ello se sumó la renovación de la Corte Suprema de Justicia. ¿Por qué el matrimonio gobernante usó un expediente republicano cuando en Santa Cruz había hecho lo contrario? Pregunta de difícil respuesta. Lo cierto es que ese resguardo sigue funcionando, con la complicación adicional, para el Gobierno, de que la reforma constitucional que habilitaría la reelección indefinida del presidente no ha tenido por ahora lugar en ausencia de los votos necesarios en el Congreso.
Si comparamos la estrategia de Chávez -que, en tanto presupuesto indispensable, introdujo de entrada la reforma de la Constitución- con lo que ocurre entre nosotros, las diferencias son enormes. La Constitución no se ha reformado y, si el oficialismo se empeña en este cometido, lo hace cuando la experiencia inaugurada en 2003 se interna en un contexto económico desfavorable y amplios sectores de la sociedad se movilizan en su contra. Piedra tras piedra en el camino.
Por estar vigente todavía una Constitución que, más allá de sus reformas, conserva su núcleo histórico de derechos y garantías, se ejecuta sin descanso una agenda de atropellos que afrontan las consecuencias no queridas de la acción humana. Persigue el Gobierno con denuedo resultados poco menos que instantáneos con el apoyo de una mayoría regimentada en el Congreso para toparse, de inmediato, con resultados opuestos a sus intenciones.
Entonces, sobre la intención del Poder Ejecutivo que pergeña las leyes, planea el desconcierto y después la desesperación. Al intentar doblegar a la prensa independiente mediante la ley de medios, el oficialismo no atendió a la circunstancia de que las partes afectadas recurrirían al amparo judicial por la presunta inconstitucionalidad de algunos de sus artículos. En su totalidad, dicha ley está en veremos, una Cámara de Apelaciones ha declarado la inconstitucionalidad de dos de sus artículos y la Corte Suprema será la que, en definitiva, decida.
A su vez, si bien las leyes de la reforma judicial tienen los objetivos de atacar con rapidez las restricciones judiciales impuestas a la ley de medios mediante resoluciones cautelares, de asegurarse el control del Consejo de la Magistratura y de someter al Poder Judicial mediante una politización extrema, parece ignorarse que, de nuevo, podrían ponerse en marcha los mismos mecanismos luego de su aprobación por el Congreso.
El Gobierno y el país están, pues, atrapados en una doble encerrona. Por un lado, el Gobierno busca doblegar los restos republicanos aún vivientes en el país. Como decíamos en 2006, en lugar de una democracia republicana quieren levantar una democracia dependiente de la hegemonía presidencial. Por otro lado, ese designio cesarista choca con obstáculos. Los gobernantes quieren y no pueden: les sobra apetito y les faltan dientes para engullir la conspiración de sus odiadas corporaciones.
Varios nudos están atando esta última encerrona. Con tropiezos, los partidos de oposición se desperezan; aunque oxidado, el engranaje republicano traba y resiste los embates por la vía judicial; el periodismo de investigación revela la cadena de corrupción e impunidad que anida en el Gobierno; el sindicato del Poder Judicial, en huelga hace unos días, añade a la Justicia el apoyo de una fuerza social junto con la CGT opositora; por fin, las redes sociales, multitudinarias, ganan otra vez la calle, como aconteció el jueves pasado.
Como si esto fuera poco, surgen divisiones en la coalición que sustenta al Ejecutivo. El escenario no deja de ser paradójico. Sigue creciendo el temor que despierta un rumbo que podría desembocar en un totalitarismo vernáculo y estallan querellas en torno al significado de los conceptos políticos. Estas pasiones encontradas reproducen la imagen, con raíces en la realidad, de un poder presidencial que demuele los pesos y contrapesos de la Constitución.
Al mismo tiempo, armada por el conjunto de acciones y restricciones que señalamos, la otra encerrona coloca al Gobierno en la posición de un felino acosado que lanza zarpazos sin cesar. La diferencia obvia es que esos perros de presa han sido fabricados por la ceguera del oficialismo y el carácter rústico de sus decisiones, por la impunidad reinante y por su complacencia, hasta nuevo aviso, en la dialéctica amigo-enemigo.
Ésta es la encrucijada de este año de elecciones de la cual se desprenden varias trayectorias. Hay una muy urgente. Primero, habrá que ver si mañana la Cámara de Diputados, rodeada por una movilización en la plaza del Congreso, podrá mantener la férrea mayoría de las últimas votaciones para aprobar las leyes más importantes de la reforma judicial.
Segundo, si esta hipótesis no cuajara, es posible (insistimos en este punto) que se reclame en sede judicial, por la vía del amparo, la inconstitucionalidad de algunas de ellas. Si ello ocurriese, el Gobierno invocará el perfil contramayoritario de la Justicia (a sus ojos, una oligarquía congelada), olvidando adrede que el apoyo a una Justicia independiente goza, como se verificó en la noche del jueves, de un franco aliento popular.
Veremos, por tanto, cuál de las dos encerronas terminará prevaleciendo: si la de la hegemonía que conquista más parcelas de poder o la del oficialismo que se empantana. En todo caso, atmósfera pesada con el riesgo, siempre en acecho, de la metástasis institucional.