Al cabo de diez años, el Gobierno debe varias asignaturas: subsiste la pobreza estructural, la democracia no está consolidada y valores importantes de nuestra sociedad permanecen amenazados por múltiples causas que van desde fenómenos naturales como inundaciones y lluvias hasta el flagelo del crimen urbano; desde la decadencia educativa hasta la desigualdad social. Pese a ello, el Gobierno está consagrado centralmente a su pervivencia en el poder, cueste lo que cueste.
Hace ya tiempo en las redes sociales se convocó a una movilización para expresar el malestar que circula en la sociedad argentina. La fecha elegida fue el 18 de abril, hoy. La actualidad vertiginosa ha hecho que ella coincidiera con una reforma judicial que el Gobierno intenta imponer de manera drástica, imprevista, sin debate previo. Al mismo tiempo, un medio de comunicación revela que un empresario habría enviado al exterior una impresionante fortuna de dudoso origen, operación que, por la estrecha relación que mantiene el involucrado con el círculo gobernante, inevitablemente salpica a éste. El costado farandulero de los protagonistas de esta opereta puede que la frivolice. Quizás ése sea el costo que se ha debido pagar para que tales hechos , que no son nuevos sino reiterados, perforen la distracción de la opinión pública argentina. Son dos hechos distintos -una reforma, una revelación-, pero están fuertemente entrelazados: intento de reforma judicial y visibilidad mediática de la corrupción se imbrican y explican. Sin embargo, la actualidad argentina es mucho más densa y presenta un entramado donde es fácil perderse.
A fines del año pasado, el Gobierno quiso zanjar la diferencia que lo enfrenta al grupo Clarín mediante un emplazamiento a la justicia, el 7-D. Se profirieron diversas amenazas percibidas como auténticos ukases. El fracaso de esa estrategia fue vivido por el oficialismo como un ultraje. El jefe de Gabinete profirió expresiones cloacales contra los órganos judiciales y el ministro de Justicia equiparó esas resoluciones con un golpe de Estado.
Unos meses después, la iniciativa presidencial retoma aquellas disputas. La reforma judicial que implementa ahora el Gobierno parece una respuesta a aquellas decisiones judiciales, vividas por el poder como un inaceptable desafío. La división de poderes de pronto se ha tornado intolerable para el kirchnerismo. Pero, ¿cuál es la razón de semejante prisa? Resulta indigerible la pretensión oficialista según la cual su único interés es mejorar el sistema judicial. Los cambios estructurales -y el país necesita muchos- no pueden hacerse a tambor batiente, sin reflexión ni consenso. Esta manera de legislar es un dislate, como lo demuestra que los propios partidarios del Gobierno tuvieron que hacerse oír reclamando cambios en la redacción de los proyectos. Dicen, en una metáfora reveladora, que el Gobierno necesita blindar la reforma para que ella perdure.
En tales condiciones, ¿qué otra cosa podemos pensar de la mentada reforma los ciudadanos sino que ella conlleva un propósito oculto? Se ha dicho que esconde una ingeniería electoral tan sofisticada como incomprensible para los legos: los candidatos al Consejo de la Magistratura irían colgados de las boletas del FPV para arrastrar votos oficialistas. Aquí surge como un fantasma omnipresente la nunca desmentida vocación re-reeleccionista. Cualquier medio sirve si el Gobierno necesita ganar las elecciones legislativas de octubre de 2013 con un porcentaje del 47% de los votos para obtener los dos tercios de las legislaturas y forzar una reforma constitucional.
A los ojos de una sociedad desanimada y crítica, este intento reformista resulta una exageración. Un puro uso de las mayorías automáticas que el oficialismo mantiene en la Legislatura. Si las encuestas auguran un resultado diverso a sus expectativas, el Gobierno no puede recurrir a cualquier medio. Esto recuerda la frase de Talleyrand: "En política lo que es exagerado puede volverse insignificante".
Con el criterio usado para cambiar la composición del Consejo de la Magistratura, ¿cuál sería el próximo paso del Gobierno? Además de recomponer la estructura electoral, la reforma inevitablemente hace pensar en la búsqueda de una indemnidad para la corrupción que aflora apenas se rasca la realidad. ¿Acaso se buscan jueces complacientes para el futuro? En las elecciones de 2011, el electorado no fue sensible a la corrupción, un flagelo que, parece, sólo conmueve cuando encuentra una sociedad golpeada por problemas económicos. Está pasando en España, donde los medios de comunicación destapan la financiación oscura de los partidos políticos y la propia casa real resulta involucrada. ¿Tendrían la misma repercusión esas denuncias si los españoles navegaran en la bonanza de las últimas décadas? De pronto, irrumpe un hecho mediático y recuerda a propios y ajenos tantas denuncias que cayeron en saco roto, desde los albores del actual régimen, cuando el gobierno de Néstor Kirchner nombró a la esposa de un ministro controladora de las acciones de éste.
La oportunidad de la reforma también suscita sospechas. El país apenas se ha recuperado de un trance amargo: una inundación dejó decenas de muertos, pero al bajar las aguas se vio que ellas eran turbias. Nunca se hicieron las reformas estructurales que hubieran evitado la catástrofe. Los especialistas en materias ambientales lo habían anticipado, pero nadie les hizo caso. ¿Es que pensar en el futuro no es rentable para el corto término en el cual vive el Gobierno?
Que tras diez años de gobierno kirchnerista el índice de pobreza estructural aún alcance el 27% de la población es una pobre performance. Son cifras aportadas por la UCA. Serán cuestionadas, pero pueden ser corroboradas por quien camine las calles de las grandes urbes argentinas.
Es esa realidad desgraciada la que torna provocativa la reforma intentada, más allá de lecturas ideológicas. Para el Gobierno, el salario es ganancia. Para el Gobierno, el diálogo es rendición y la tolerancia, una cobardía inadmisible. Cuando todo el país se alegró por la elección de un papa argentino, la reacción primaria, visceral, de la Presidenta y su entorno fue de disgusto. Después, se recompusieron los gestos. Pero los hechos de hoy desmienten el discurso que proviene del Vaticano. Nada hay más ajeno a la humildad y la conciliación con el prójimo desamparado, mensaje primordial de Francisco, que la arrogancia con la que se erige un gobierno que se pretende amo y señor de la ley.
En estas condiciones, bajar a la calle se torna un desafío, pero también un incentivo. No es una fatiga inútil. Las movilizaciones del año pasado dieron sus frutos. Gracias a la fortaleza que mostraron las manifestaciones callejeras, un tercio de los legisladores actualmente en ejercicio se ha comprometido a no votar nunca por la re-reelección. Puede ser un instrumento importante y habla de que la oposición, cuya impotencia tanto se alega, es capaz de lograr objetivos. La Justicia, animada por la voluntad que se demostró en cada esquina del país, frenó algunas formulaciones antidemocráticas. Al Gobierno se le estrechan los caminos. Como ha dicho Marcos Novaro, el Gobierno "se va quedando sin ideas ni vías de escape y sólo habla ya con el lenguaje del capricho". Bajar a la calle puede demostrar que una sociedad está viva. Quizás parezca a muchos un recurso antiguo e ineficaz. Es volver a fuentes arcaicas, en una época en la que el marketing es omnipresente. Sin embargo, también a la calle recurren los trabajadores organizados, que el 15 de mayo marcharán como lo hicieron el pasado 20 de noviembre.
Ir a la calle puede ser el mejor camino, si se lo recorre con tres virtudes, que, para estar a tono con la época, son franciscanas: fuerza para no desanimarse, coraje para eludir las provocaciones y alegría para demostrar a los demás y a nosotros mismos que hay algo mejor que caer y llorar: levantarse para seguir adelante.