Tan graves y de tal amplitud serán las consecuencias de la reforma judicialque impulsa el Gobierno que toda la sociedad, y no sólo los hombres de la Justicia y los abogados, deberían preocuparse, porque se verán afectados desde la calidad de vida hasta la propiedad.
Un puntal de la reforma son las medidas cautelares que el Gobierno se ha propuesto limitar. Éstas tienen por objeto garantizar el cumplimiento de las sentencias, evitando que por el transcurso del tiempo su dictado sea inútil, o porque el daño ya se produjo o se cambiaron las circunstancias de hecho o de derecho. Esas medidas no son sólo para "los ricos", como pretende hacernos creer el Gobierno.
Para detener una obra mal hecha que amenaza el derrumbe del edificio es necesaria una medida urgente que no puede esperar el tiempo que dura un juicio. Lo mismo vale para una decisión manifiestamente arbitraria o inconstitucional. En nuestro país se dictaron medidas precautorias para proteger los ahorros ciudadanos, para defender fuentes de trabajo o ingresos cercenados por normas o la acción de particulares, para evitar medidas confiscatorias, para reponer en el cargo a cesanteados indebidamente, y en cualquier caso en que el derecho aparece suficientemente claro, se imponga la urgencia y el daño no pueda ser evitado de otra forma.
En este marco, el Estado nacional envió un proyecto de reformas del Código Procesal mediante el cual en casi todas las medidas cautelares solicitadas contra una medida estatal salvo que se protejan la vida, la salud o cuestiones alimentarias el juez debe antes de dictarlas citar al Estado o a sus entes para que exprese si está comprometido el "interés público".
La noción de "interés público", de la cual el Estado usa y abusa, es clave en el proyecto para que proceda la medida cautelar; si afecta el mencionado interés, la medida contra el Estado no prospera. El planteo es falaz, pues si el Poder Ejecutivo tiene la administración general del país, como manda la Constitución, prácticamente todos sus actos están de un modo u otro impregnados de la noción de "interés público", pues el fin del Estado es realizar el bien común de los ciudadanos. No es lo mismo un "servicio público" que el "interés publico". Es evidente que no debería poder interrumpirse o suspenderse un servicio público con una medida cautelar, pero el "interés público" afecta toda la actividad del Estado. Por eso va a ser imposible no afectarlo cuando se lo demanda. En el proyecto es el propio Estado el que califica previamente si el pedido afecta o no el "interés público". Esto implica una desigualdad inadmisible.
La Constitución tiene un capítulo de derechos y garantías que asegura a los ciudadanos su propiedad, ejercer toda industria lícita, comerciar, practicar su culto, que el impuesto deber respetar ciertos límites, la igualdad frente a las cargas públicas, publicar libremente sus ideas por la prensa sin censura previa, que no se dicten normas que afecten la libertad de prensa, la garantía de la defensa en juicio y todas las acciones urgentes para lograr la protección efectiva de esas garantías y derechos humanos.
Las medidas cautelares y los amparos son la forma en que se hacen efectivas esas garantías cuando el Estado las viola. Al Poder Ejecutivo le molesta este control de sus actos por el Poder Judicial, que ha detenido ciertas acciones de la administración actual, y por ello ha elevado este proyecto que virtualmente anula las medidas cautelares contra el Estado, asegurando así al Ejecutivo una dosis de arbitrariedad injustificable en un sistema democrático.
Se pretende quitar al Poder Judicial un elemento del control constitucional que la organización del Estado le impone. Aquél es el último freno frente a un poder gubernamental que hoy domina el Ejecutivo y el Legislativo, y tiene el control de la mayor parte de la prensa visual, oral y escrita. Si algo le faltaba en su escalada contra la Justicia, además de las gravísimas medidas que propone el paquete de proyectos de ley tendientes a desarticularla, y que no pasan por el impuesto a las ganancias o la publicidad del patrimonio, es eliminar o neutralizar toda medida cautelar contra el Estado. Lo cierto es que las enormes prerrogativas del Estado tienen como contrapartida la debilidad del ciudadano frente a ellas. Su único escudo protector es el Poder Judicial y la Constitución.
Se trata pues, en cada caso, no de blindar los actos del Estado restringiendo las medidas cautelares, sino de confrontar la medida cuestionada por la cautelar con los derechos y garantías constitucionales, algo que sólo lo puede decidir un juez con toda amplitud. El juez, con la Constitución en la mano, evalúa el acto cuestionado, si choca con la Constitución dicta la cautelar, y si no es así, la rechaza. El Estado y el particular siempre pueden apelar. En general, la jurisprudencia en materia de medidas cautelares contra el Estado, que ya tienen exigencias y requisitos mayores que las que se piden contra particulares, ha mostrado la prudencia judicial para dictarlas.
Es necesario entender que en un Estado de Derecho hay que soportar ciertas restricciones a la acción omnipotente del Estado, que no puede hacer lo que quiere. A veces la restricción será infundada, otras no, pero el remedio es la apelación, el recurso ante la cámara o la Corte Suprema. En lugar de restringir los derechos de los ciudadanos frente al Estado hay que pensar en garantizar su defensa ante la eventual arbitrariedad del poder administrador.
Citar previamente al Estado antes de dictar la cautelar es potestad de los jueces. Dependerá de la medida de que se trate, lo mismo que fijarles o no un plazo, o levantar las medidas si se abusa de la demora en el pleito principal. Y los jueces tienen que ser libres para decidirlo. Regular el uso de las medidas cautelares limitándolo es una forma segura de legislar sobre el abuso. Son preferibles los riesgos de la libertad y la confianza en los jueces, que se han mostrado prudentes en la mayoría de los casos.