"No tengo ninguna posibilidad de ser papa. La edad me juega en contra esta vez", me dijo cuando nos despedimos pocos días antes de que viajara a Roma.
No escondía otra información. No es su estilo. Aunque siempre fue extremadamente prudente en sus referencias a los problemas de la Iglesia, sabía que la renuncia de Benedicto XVI había sacado a la luz varios conflictos irresueltos en el Vaticano. Los cardenales elegirían, dedujo, a un papa más joven que él, a pesar de que en el anterior cónclave resultó segundo, después de Ratzinger.
El papa Francisco es una mezcla equilibrada de pastor y de político. Sus primeras decisiones y palabras lo pintan de cuerpo entero. Eligió llamarse Francisco en homenaje a Francisco de Asís, el santo que pidió por una Iglesia más interesada por los pobres y que practicó la pobreza.
En su primer mensaje a la ciudad y al mundo rindió un cálido homenaje al papa Benedicto. Si hay algo que no ignora este jesuita con una cabeza intelectualmente bien formada son las razones profundas de la renuncia del anterior papa. ¿Cómo podía desconocer él que "Dios parecía dormir", según la definición de Benedicto, en los últimos años? Seguramente, Francisco no necesita leer el voluminoso informe, de 300 páginas, que tres cardenales octogenarios le elevaron a Benedicto sobre las peores prácticas que ocurren en la curia vaticana.
Las conoce. Ese informe habría inducido al papa alemán a la renuncia. Viejo y, sobre todo, enfermo, Benedicto concluyó que no contaba con las fuerzas necesarias para hacer lo que debía hacer. Es decir, cambiar todo. Dejó esa obra necesaria y perentoria en manos de su sucesor. El papa Bergoglio tiene 76 años, pero parece más joven. Tiene una inmensa vocación del deber y una envidiable capacidad de trabajo. Nunca lo desalentó ningún desafío y está dispuesto a devolverle a la Iglesia la normalidad, a sacarla de los rumores palaciegos y a colocarla de nuevo en el corazón de su pueblo. Viajó con esas ideas, que ahora podrá poner en práctica.
Ya el entonces cardenal Bergoglio coincidía con el papa Ratzinger en que la corrupción debía ser desterrada de los palacios vaticanos. Y suscribía la política de que el IOR, el Banco Vaticano, debía ser sometido a una intensa y rápida operación de transparencia. Ese banco no es un problema sólo de los cardenales italianos, como éstos han tratado de imponer siempre ante el papado. "Es el banco de la Iglesia y debe actuar como tal", deslizó alguna vez el nuevo papa.
Bergoglio siempre supo, aunque nunca lo dijo, quiénes eran los cardenales de la curia romana más vinculados con las sospechas de prácticas inmorales. El reinado de Francisco estará marcado por las noticias de cambios, por las decisiones inesperadas en una corte que se había anquilosado y por el compromiso irrenunciable del Papa con los seres más desposeídos del mundo.
Incitó a sus curas en Buenos Aires a meterse en las villas miseria, a trabajar con los pobres por un destino mejor y a alejarlos del riesgo de las drogas. Francisco conoce la virtud de la caridad, pero detesta que los pobres terminen en el mercado del clientelismo político.
"Ésa es la práctica política más inhumana que conozco, porque condena a los pobres a la dependencia, a pedir siempre sin esperanzas", me resumió.
También coincidió con su antecesor en que la pedofilia no tiene perdón. "Tolerancia cero", me contestó una vez que le pregunté sobre ese conflicto. Entre Ratzinger y Bergoglio había una vieja correspondencia en ese tema. Ambos habían estado en desacuerdo cuando los colaboradores de Juan Pablo II protegieron al fundador de los Legionarios de Cristo, el mexicano Marcial Maciel, acusado de innumerables abusos sexuales.
Puede predecirse, por lo tanto, que el decano de los cardenales, Angelo Sodano, secretario de Estado de Juan Pablo II, tropezará a sus 85 años con la definitiva jubilación. Lleva tres décadas de inmenso poder en el Vaticano.
Nunca se llevó bien con el kirchnerismo. Bergoglio cree en los beneficios del diálogo y en la búsqueda del consenso. ¿Hay algo más distinto a las prácticas políticas que gobiernan su país? También dio el ejemplo en esa prédica. Fue el cardenal argentino más cercano al pueblo judío y también entabló una buena relación con los referentes locales de la religión musulmana. La comunidad judía siente por él aprecio y admiración. "Siempre respetaré y protegeré al pueblo de mi Dios", me contestó cuando le pregunté por su relación tan estrecha con la comunidad judía.
Cristina Kirchner se resistió siempre a asistir a las misas del entonces cardenal, ni siquiera a los solemnes tedeums de las fechas patrias. Temía, en el fondo, sus homilías cargadas de mensajes sobre las prácticas políticas y sociales de la dirigencia argentina, llena de referencias sobre una realidad que el poder no quiere ver.
Ésa es otra faceta del papa Bergoglio: nunca calla ante lo que considera una injusticia, nunca teme decir su verdad ante claros errores morales o políticos.
Sufrió más de lo que se sabe cuando lo vincularon con hechos que nunca cometió y que él atribuyó a una campaña de desprestigio del oficialismo local. Luego la olvidó y la perdonó.
La distancia entre ellos era casi palpable, como eran evidentes las maniobras de la Presidenta para esquivar y ningunear al cardenal de Buenos Aires.
En diciembre pasado, Cristina Kirchner recibió al otro cardenal argentino, Leandro Sandri, un viejo exponente de la curia vaticana. Sandri llegó a Buenos Aires con una réplica del pesebre de San Pedro, que ese cardenal pretendió acompañar con un destacamento de la Guardia Suiza, el ejército que protege al papa. Bergoglio vetó esa iniciativa: "El pesebre no tiene nada que ver con la Guardia Suiza", dicen que expuso ante el Vaticano. Le dieron la razón. La Guardia Suiza no viajó a Buenos Aires. Bergoglio nunca supo por qué Sandri se esforzó en verla a la Presidenta rodeado de tanto boato, pero no le gustó que el pesebre no se haya expuesto en lugares de fácil acceso para todos los argentinos.
El tiempo del vasto poder de Sandri también se agota en el Vaticano. Nunca se llevó bien con Bergoglio. Sandri es un hombre de gustos refinados y caros, una expresión cabal de los cortesanos vaticanos. Bergoglio es austero hasta el extremo. Sólo por obligaciones protocolares en el Vaticano vestía las vistosas ropas de los cardenales. En Buenos Aires, se movía, a veces, en el subterráneo o en el colectivo ataviado con un traje oscuro y el cuello con la tira blanca de simple cura. Come frugalmente, nunca frecuenta los restaurantes caros. Él mismo se hacía sus llamadas telefónicas. "Soy Bergoglio", solía sorprender a los destinatarios de sus llamadas. Visitaba las parroquias de su diócesis sin avisar. Llegaba solo, sin asesores ni secretarios.
El papa Francisco prefiere, eso sí, que los problemas de la sociedad sean resueltos por el gobierno de la sociedad. La Iglesia sólo debe aportar su punto de vista cuando la doctrina, a la que él es muy fiel, resulta agredida.
No estuvo de acuerdo con la palabra "matrimonio" para las parejas homosexuales, pero no hubiera objetado el nombre de "unión civil". De hecho, no promovió ninguna reacción pública de la Iglesia cuando el jefe de gobierno porteño, Mauricio Macri, autorizó en la Capital la primera unión civil de personas del mismo sexo. Eso le valió una muy fuerte crítica de los sectores más conservadores de la Iglesia.
Tiene una actitud de comprensión también hacia los divorciados, excluidos ahora de la comunión. "La Iglesia no debe rechazar a nadie; su misión es la de ayudar comprendiendo al hombre y sus problemas", ha dicho.
El papa Bergoglio ha marcado ayer varias metas: es el primer papa argentino, el primer latinoamericano y el primer jesuita. En la Compañía de Jesús aprendió una lección que lo marcó a fuego: la misión de los sacerdotes es la evangelización. Nunca se olvidó de que siendo cura, obispo o cardenal ésa era su primera responsabilidad. Debía cumplirla aun en los lugares y en las condiciones más desagradables e inhóspitas.
"Hay que acercar a Dios al hombre, pero, sobre todo, acercar al hombre a Dios", me dijo en nuestra última conversación. Ésa será también una prioridad del papa Bergoglio en Roma.
"Ruegue por mí", me dijo cuando nos despedimos en la puerta del ascensor, poco antes de que se fuera a Roma. Es su forma habitual de despedirse de las personas. Pero esa vez lo dijo con un énfasis distinto. Tuve la inspiración fugaz de que ese hombre sabía que no volvería a su país como un simple sacerdote o de que lo aguardaban los días más difíciles de su vida.