Aunque sus palabras en una carta que publicó por Facebook y Twitter pudieron quizás indicar lo contrario, la sorpresiva entronización como nuevo Papa (Francisco) del cardenal argentino Jorge Bergoglio no parece haber sido una buena noticia para el gobierno de Cristina Fernández. Los hechos fueron, de nuevo, más elocuentes que sus palabras: la Presidenta apenas orilló fríamente la novedad durante un largo acto en Tecnópolis mientras miles de católicos celebraban con fervor en Plaza de Mayo, frente a la Catedral.
Circunscribir sólo a Bergoglio los conflictos permanentes que Néstor y Cristina Kirchner tuvieron con la Iglesia Católica sería incurrir en un reduccionismo. Es cierto que, con quien fue durante seis años titular del Episcopado argentino, escribieron una historia de mutuos desencuentros. Pero la desconfianza del matrimonio presidencial reconoció también una raíz muy profunda con la institución eclesial. Incluso con el propio Vaticano, durante un lapso del reinado de Juan Pablo II.
El Papa polaco había designado en el 2002 como obispo castrense a monseñor Antonio Baseotto. En una ceremonia religiosa en el 2005, ese sacerdote evocó los años de la violencia en la Argentina y equiparó la responsabilidad de los militares con la de los guerrilleros por tantos crímenes cometidos. Ni más, ni menos que la teoría de los dos demonios, denostada por el catecismo setentista. Baseotto tampoco controló su lengua. Arremetió contra las insinuaciones abortistas de ese momento y la política de profilaxis encarada por el entonces ministro de Salud, Ginés González García. Desbarrancó cuando aludió, en ese contexto, a una frase de Jesús sobre los niños: “Quienes escandalizan a los pequeños merecen que le cuelguen una piedra de molino en el cuello y lo tiren al mar”, afirmó. Kirchner, Cristina y su tropa creyeron descubrir en esa cita infortunada un aval a una de las tantas metodologías usadas por la dictadura para el exterminio. Pidieron el retiro de Baseotto al Vaticano.
Juan Pablo II se negó. Baseotto se terminó yendo solo y jubilado.
La Iglesia Católica fue funcional para los Kirchner en la construcción revisionista del pasado y en la hilación de un relato político que les sirvió para captar la atención, a la salida de la crisis, de amplios sectores de la sociedad. Las organizaciones de derechos humanos significaron, en ese aspecto, un puntal. Ese libreto vinculó de manera indisoluble, también, a las Fuerzas Armadas. En esas dos instituciones afincaron la primera lógica de amigo-enemigo, de confrontación irreductible, con que tiñeron la política nacional. Con el tiempo fueron engrosando el ejército de enemigos: periodistas, empresarios, sindicalistas, el campo, la Justicia.
En ese derrotero, como en tantos, resultaron extremadamente lineales. Mezclaron las instituciones con las conductas reprobables de muchos de sus hombres.
Pero no de todos. En ese camino apareció Bergoglio, apenas como un noble pastor. Jamás los Kirchner supieron distinguir algo: en una Iglesia de pensamiento sólidamente conservador –a diferencia de Brasil y, por períodos, de Chile– el ahora Papa enarboló un discurso y una acción distinta, enfrentada con los exponentes reaccionarios. Lideró la participación de la Iglesia en la crisis del 2001 con un largo documento de su inspiración y su puño, en el cual clamó por un compromiso colectivo para pelear “por la equidad social y la justa distribución del ingreso”. Casi un prólogo del relato que dos años más tarde haría suyo el kirchnerismo.
Tampoco Kirchner y Cristina miraron al cardenal del mismo modo. El ex Presidente masculló impotencia cuando asistió al primer tedeum, el 25 de mayo del 2004, en el cual Bergoglio cuestionó “el exhibicionismo y los anuncios estridentes”. Pero volvió a su escritorio, releyó el mensaje y se tranquilizó. Cristina nunca volvió de su indignación. Ese fue el primer mojón de una relación compleja. A la Presidenta siempre le hizo ruido una denuncia sobre la desaparición en 1976 de dos curas jesuitas que dependían jerárquicamente de Bergoglio. Kirchner nunca quiso enredarse con esa historia.
Pero la comunión conspirativa de ambos pudo más. A lo largo de su reinado episcopal, Bergoglio reiteró tres conceptos muy por encima del resto: la necesidad del diálogo, la lucha contra la pobreza y el combate contra la corrupción.
El diálogo, en su estilo austero y escondedor, era una práctica que le apasionaba. Lo hacía con empresarios, políticos, periodistas, sindicalistas y dirigentes sociales. Siempre se habló de su dilección por Elisa Carrió y Gabriela Michetti. Pero enfrente de su modesta silla estuvieron socialistas, radicales, peronistas (Eduardo Duhalde y Daniel Scioli, entre varios) y hasta Mauricio Macri.
Ese ejercicio nunca fue comprendido por los Kirchner, ciudadanos de las antípodas. Supusieron siempre que detrás de esa cortina, Bergoglio ocultaba aspiraciones de articulador político del arco opositor.
Terminaron de convencerse, erróneamente, cuando el cardenal intervino durante el conflicto con el campo. Aunque sus invocaciones fueron sólo en torno a la búsqueda de una pacificación.
Cuando Bergoglio aludía a la pobreza, los Kirchner lo interpretaban como un demérito de su gestión. Cuando refería a la corrupción, tal vez, los colocaba delante de un espejo incómodo. Ese vínculo traumático, a lo mejor, la priva a Cristina de entender esta oportunidad: que un cura jesuita, latinoamericano y argentino se haya convertido en Papa, por primera vez, en una milenaria historia.