La más llamativa es un cartel eléctrico luminoso que, pegado a un reloj de pared redondo, insiste: "Clarín miente". La otra es más clásica: a los retratos de Eva Perón o vírgenes de advocaciones múltiples le sumó un busto de bronce de Néstor Kirchner. Guste o no entre compañeros del Gobierno que se lamentan en voz baja por el escaso éxito de su gestión, el despacho de Guillermo Moreno sigue siendo un altar desde donde el kirchnerismo ofrenda gran parte de su liturgia y, lo más importante, instala preceptos.

No son más que recursos retóricos, pero, para una administración que ha hecho de la simbología casi su razón de ser, resultan decisivos. Estos rasgos, los mismos que pudieron emparentar a Hugo Chávez con uno de sus referentes, el general Perón, condicionan aquí de modo definitivo la relación de cada empresario que se acerca, casi siempre con temor, al escritorio de Moreno. No es casual que Manuel Barroso, presidente de la Comisión de Administración de Divisas (Cadivi) de Venezuela, sea en el Caribe lo más parecido a nuestro secretario de Comercio Interior: aquel con quien los hombres de negocios deben llevarse bien, a quien debe visitar solos y por fuera de las cámaras que los representan y, lo más importante, el hombre que autoriza las compras de dólares.

Algunas filiales de multinacionales, como Nestlé, han incorporado aquí en los últimos años personal venezolano con la esperanza de entenderlo todo un poco más. El resto intenta sustituir importaciones en la materia y prepara a los propios. Tener trato frecuente con el secretario es, en cualquier compañía argentina, una ventaja interna que ubica al ejecutivo incluso por encima de sus jefes del organigrama.

Moreno es a la vez caricatura y cultor de este personalismo tan exitoso en democracias regionales. Su busto de bronce de Néstor Kirchner se vuelve relevante en momentos en que persiste la sorpresa de algunos miembros del Frente para la Victoria después de que la presidenta Cristina Kirchner dijera en la Asamblea Legislativa que no habría ni reforma de la Constitución. ¿Cómo continuar el proyecto nacional y popular sin un Kirchner? El diputado Carlos Kunkel, por ejemplo, reunió a algunos legisladores y les reinterpretó el concepto: se trata sólo de una estrategia destinada a distender, pero esto sigue, explicó. Su mujer, Cristina Fioramonti, hizo exactamente lo mismo en el Senado de la provincia de Buenos Aires e incomodó a varios colaboradores de Daniel Scioli.

Siempre prometedora de ir por todo, parte de esta militancia está ahora abocada a bajar el listón psicológico del 54% de votos de las últimas elecciones. Se busca evitar deserciones: dicen que, con lograr 42% en las legislativas de octubre más un 3% que obtendrían de su aliados en Diputados, la reforma será factible.

Dentro del kirchnerismo, las figuras de Néstor y Cristina han sido además un fenomenal elemento disciplinador. "La única ministra que no tiene que soportar que le metan tipos de La Cámpora es Alicia, porque es Kirchner: los saca cagando", se resignó ante la nacion un ministro. La discusión que Amado Boudou y Miguel Ángel Pichetto tuvieron la semana pasada por el reglamento en el Senado delante de las cámaras de TV resultó un hallazgo al respecto. Mostró por lo pronto que, en el fragor de una sesión, cuando se apagan los protocolos, el senador no tiene hacia el vicepresidente el respeto reverencial que sí parece merecerle Cristina Kirchner.

No es el único. La razón por la que parte del kirchnerismo no ha cuestionado hasta ahora públicamente a Boudou es que lo respalda la Presidenta. Que sí lo hagan en privado y que no puedan explicarse esa permanencia pese a los costos que ha supuesto para el Gobierno es tal vez el mismo motivo del sostén. Hace varios años, cuando Aerolíneas Argentinas era todavía privada, un director le preguntó a Antonio Mata, entonces CEO de la empresa, por qué seguía manteniendo como vicepresidente a Luis Conrado Lupori. "Sólo porque todos vosotros queréis que se vaya", contestó el español.

Desde la óptica de los empresarios, este tipo de embelesamiento con los que mandan suele generar un bajo nivel institucional. Algo que explica, al menos en parte, esa pegajosa desesperación de casi todos ellos por congraciarse con un gobierno que, a veces, resuelve los problemas caso por caso, de manera artesanal y discrecional. O que ministros de trayectoria técnica respetable, como Débora Giorgi, hayan incorporado modismos propios de Moreno en el trato con las corporaciones.

Lo habrá aprendido para siempre el representante del área de Compras de Renault, que el martes, durante una reunión en el Palacio de Hacienda y delante de la ministra de Industria, discutía con un fabricante de ruedas. Mientras el autopartista se quejaba de que Renault le hubiera avisado que lo reemplazaría por un proveedor brasileño, el ejecutivo de la automotriz francesa negó que fuera cierto. "Tengo acá el mail que me mandaron; no lo muestro por una cuestión de respeto", insistió el autopartista. Giorgi intervino con ironía: dijo que seguramente se trataría de un malentendido, y que estaba claro que no iba a permitir que las terminales deslocalizaran piezas.

Pero no siempre depende de la voluntad. Al oírlos, un fabricante de componentes de ejes aprovechó para plantear su caso. Explicó que tenía intenciones de sustituir importaciones, pero que los repuestos brasileños eran un 50% más baratos. Giorgi le pidió que le trajera su estructura de costos y que ella analizaría el problema. Antes de retirarse, cuando varios empezaban a alertar sobre un incipiente ingreso de piezas de reposición desde Asia, les prometió que trataría la inquietud en una reunión con Moreno.

Esa tutela tan enternecedora suele quedar corta ante problemas económicos estructurales como la inflación, el deterioro en la competitividad, el cepo cambiario y la caída en la actividad. No hubo avances el lunes, por ejemplo, tras la reunión entre Giorgi y su par brasileño, Fernando Pimentel, que había venido a Buenos Aires para tratar la relación automotriz bilateral. Después, la muerte de Chávez obligó a Cristina Kirchner a suspender el encuentro del jueves con Dilma Rousseff en El Calafate. "Menos mal porque sigue todo trabado", se alivió un industrial.

Es el problema de depender de un funcionario, de su tiempo disponible, de sus capacidades individuales o, peor aún, de su estado de salud. Estos sistemas suelen exaltar el costado teológico de los modelos económicos: llevan al empresario y al consumidor a sentirse, más que nunca, en manos de la Providencia.