En la Asamblea Legislativa del viernes, la Presidenta demandó "la democratización de la Justicia" y expresó, entre otras cosas, su intención de que se elija mediante el voto popular a los integrantes del Consejo de la Magistratura y de crear nuevas Cámaras de Casación, que funcionarían como una instancia judicial más. Estas declaraciones han sido objeto de innumerables interpretaciones y debates que procuran desentrañar el pensamiento de la autora y, más aún, cómo se podrá concretar su anhelo. Sin embargo, tales elucubraciones incurren en tres errores analíticos que fomentan la confusión sobre el conocimiento de nuestro sistema político constitucional.

Primero, asignan a esas expresiones una dimensión intelectual que no tienen. Segundo, su unidad de análisis ha sido en general la de los valores propios de la democracia constitucional y el Estado de Derecho que nutren a nuestra Constitución, y no los del populismo que enarbola el Gobierno, que es donde debe situarse la crítica. Tercero, soslayan la paulatina ruptura que se está operando en el orden institucional y que conduce a la instauración de un nuevo sistema político: "la democracia popular".

Se olvida, además, que la causa de aquellas expresiones presidenciales ha residido en la contrariedad por sentencias judiciales que, si bien han sido inobjetables desde el punto de vista legal, no han satisfecho las aspiraciones hegemónicas de poder del actual oficialismo. Así se ha hecho referencia a un "partido judicial", requerido la remoción de algunos jueces mientras se recusaba a casi todos los integrantes de un fuero, amenazado a jueces y familiares y, como telón de fondo, ha habido persistentes agravios de funcionarios gubernamentales y acólitos contra la dignidad de respetables magistrados. Si hasta no ha faltado un "escrache" protagonizado por un grupo de presuntas ascetas contra los jueces de la Corte Suprema de Justicia de la Nación.

Todos esos hechos, insólitos en una república, acrecientan peligrosamente la degradación institucional iniciada años atrás. Su finalidad es notoria. Se aspira a que los jueces claudiquen ante las imposiciones gubernamentales, y por añadidura, se produzca la desarticulación institucional de un órgano judicial independiente que, en orfandad política, percibe cómo se está atrofiando su mandato constitucional para erradicar la corrupción, los desvíos del poder y los abusos en el ejercicio de sus funciones por los órganos políticos del gobierno.

En otras palabras, se pretende reflotar en materia política la oscuridad que imperó durante siglos con la organización de la judicatura. Bajo la vigencia del feudalismo y de las monarquías absolutas, los jueces aplicaban las leyes del rey como simples mandatarios del soberano. Sólo el rey podía "administrar justicia" y hasta modificar las sentencias de sus jueces. Sólo él podía vulnerar la ley al imponer su caprichosa visión de la justicia. El secular movimiento constitucionalista bregó contra esa concepción procurando distribuir el ejercicio del poder entre tres órganos independientes. Su primer logro fue separar los órganos ejecutivo y legislativo, pero la función judicial permaneció en el ámbito del poder de prerrogativa de la corona, tal como lo describió John Locke en el siglo XVII.

Con la instauración de la democracia constitucional, a partir del siglo XIX se propagó la estructuración de un órgano de poder judicial independiente. Ese órgano judicial no fue concebido como un simple administrador de justicia, sino como una entidad encargada de aplicar las normas jurídicas dispuestas por los cuerpos políticos y de controlar a éstos, descalificando aquellas decisiones que violaran la constitución. Los jueces no se limitan a administrar justicia; aplican las leyes en resguardo de las libertades y la dignidad de las personas y de los grupos sociales.

El análisis de la "democratización de la Justicia" mal podría pasar por alto el profundo deterioro institucional de nuestro sistema político. La mentada "democratización" no puede ser explicada a la luz de los valores de la democracia constitucional, sino a la luz del populismo que nutre la política del Gobierno. Ese populismo desprecia el pluralismo, el disenso y el consenso republicano porque su senda es diametralmente opuesta a la que transita la democracia constitucional. Su objetivo, como fue reconocido, es "ir por todo", creando una nueva estructura institucional en la cual no tenga cabida la "división de poderes". Así como el Congreso es hoy un simple apéndice del órgano ejecutivo, otro tanto se aspira a lograr con jueces cuya independencia quede acotada a las áreas y a la variable sensibilidad política que marque ese poder ejecutivo.

Recordemos que el populismo comienza siendo autoritario para desembocar en la autocracia y el absolutismo. La concentración del poder que exige se mimetiza en una figura carismática que asume la "voluntad soberana del pueblo". Ese pueblo es el gobernante y esa "verdad absoluta" descalifica todo criterio diferente del pergeñado por el autócrata porque se estará, en definitiva, desconociendo la "voluntad popular" que debe encarnar. Se trata de una concepción impregnada de un misticismo político irracional, que fomenta el hedonismo cívico al relegar el deber de asumir responsabilidades republicanas.

No son consideraciones peyorativas. Describen en el siglo XXI al "populismo democrático" que se consolidó antes en Cuba y se fortalece hoy en Venezuela, Ecuador y Bolivia. Es el sistema político que rigió durante lapsos prolongados en los siglos XIX y XX en las naciones latinoamericanas, y cuyas secuelas culturales y cívicas gozan de buena salud en algunas latitudes del continente. Son las "democracias populares" que inspiraron a Miguel Ángel Asturias cuando escribió, en su libro El señor presidente: "El solo imaginar a otro que no sea él en tan alta magistratura es atentatorio contra los destinos de la nación, que son nuestros destinos, y quien tal osara, que no habrá quien, deberá ser recluido por loco peligroso, y de no estar loco, juzgado por traidor a la patria conforme a nuestras leyes".

En las "democracias populares" los jueces nunca fueron independientes sino dependientes del órgano ejecutivo, siendo susceptibles de remoción -o de sanciones más graves- si sus fallos se apartaban de las directivas o políticas del autócrata. Durante el siglo XX los jueces de las "democracias populares" europeas imperantes en la Unión Soviética y sus países satélites estuvieron encuadrados en ese sistema, como hoy acontece con los jueces de las repúblicas socialistas de China, Vietnam y Corea, entre otras. ¿Es una república como ésas la que queremos los argentinos para nosotros, para nuestros hijos y nietos?

Algunas de las propuestas para "democratizar la Justicia" avalan la preocupación aquí expuesta. La reválida de los cargos judiciales, la elección de los jueces por voto popular, la limitación de los mandatos o "el blanqueo ideológico de los jueces" para conocer su "formación ideológica o filosófica" son ideas propias del populismo cuya vigencia está supeditada a la reforma constitucional. Si esto prospera, habrá caído el último bastión que nos permite demandar la subsistencia de un Poder Judicial democrático dotado de la energía y prestigio suficientes como para que pueda contrarrestar las presiones provenientes no sólo de los órganos políticos del Gobierno, sino también de las concepciones más audaces que pretenden suprimir nuestra democracia constitucional e introducirnos de tal modo en los abismos de la reducida constelación de estados donde se negarán las libertades que han identificado nuestra nacionalidad desde la organización definitiva de la República, después de Caseros.

En medio del curso de estos acontecimientos, la rencilla entre dirigentes de un mismo partido de la oposición por candidaturas a cargos temporales, como ocurre en alguna provincia importante del interior, remeda, con su carga impresionante de surrealismo, la célebre escena de la orquesta que seguía ejecutando melodías en la cubierta del Titanic mientras éste se hundía.