Sólo el cristinismo más leal y exaltado está autorizado a rodear a Cristina Kirchner en sus actos dentro y fuera de la Casa de Gobierno.
Ese precedente expresa, de algún modo, que el oficialismo no desconoce el estado de la opinión pública . Explica también los duros trances políticos que debieron atravesar el fin de semana pasado el vicepresidente Amado Boudou y el viceministro de Economía, Axel Kicillof .
La reacción social contra figuras emblemáticas de un gobierno ha sido siempre la manifestación de un final de ciclo político. Llama la atención, en este caso, el acelerado proceso de declinación de un gobierno que sólo está llegando al primer tercio del tiempo de su actual mandato. Desde los cacerolazos del 13 de septiembre y, sobre todo, del 8 de noviembre, un sector importante de la sociedad parece haber copiado la militancia del kirchnerismo. El otro es el enemigo. El enemigo no merece piedad. Tal dinámica es obra de los que tienen el poder, creadores de una lógica que ha hecho de la palabra violenta un método.
Sin embargo, deben diferenciarse los episodios que vivieron Boudou y Kicillof. Son dos cosas distintas. Boudou se paró en una tribuna, en un acto esencialmente político, frente a miles de personas, en una provincia gobernada por opositores ofendidos por el kirchnerismo. Cualquier persona con experiencia política (no es el caso de Boudou) sabe que en esos escenarios le aguarda el aplauso o la silbatina, el calor o el frío de la multitud.
Kicillof, en cambio, fue sorprendido en un transporte público, rodeado sólo de su esposa y de sus hijos. En este último caso, la agresión es mucho menos justificable, aunque el escrache como metodología sea censurable en cualquier circunstancia.
Tampoco los dos funcionarios expresan lo mismo. Boudou fue una de las peores decepciones de la política de los últimos tiempos. Hace poco más de un año era una figura tan popular como Cristina Kirchner, autora solitaria del inexplicable ascenso hasta la cima del actual vicepresidente. No fueron su gestión ni sus modos ni sus políticas los que lo convirtieron en uno de los dirigentes más impopulares del país. Fue la carga de sospecha sobre prácticas corruptas, el rumor constante sobre sus supuestas deshonestidades, lo que lo hundió en la antipatía social.
Kicillof no fue popular nunca, pero es un representante genuino del cristinismo gobernante. Arrogante, ofensivo y desdeñoso, llevó el dogma académico a la administración del Estado sin detenerse nunca en la necesidad ni en las condiciones de la política. Nadie lo acusa de corrupto, sino de contradictorio. Vapuleó a los compradores de dólares y a los viajeros al exterior, pero la mala suerte lo encontró regresando de su casa en Uruguay, donde es mejor vivir con dólares que con pesos argentinos.
Los dos, Boudou y Kicillof, tienen, a la vez, dos cosas en común. Ambos aseguran saber de economía y a cada uno le tocó gobernar el proyecto económico cristinista en momentos distintos. La economía de la Presidenta es una larga cadena de fracasos. Inflación, falta de inversión, creciente déficit fiscal, caída de la producción, congelamiento del empleo, colapso de la infraestructura. Menos reservas en el Banco Central, a pesar de haberse reinstaurado un rígido y antipático sistema de control de cambios. ¿Cómo hacerlos populares, entonces, a Boudou y a Kicillof?
A pesar de todo, el segundo elemento en común es el más significativo para la evaluación política. Los dos son figuras públicas surgidas exclusivamente de la inspiración presidencial. Boudou y Kicillof no serían nada si en sus destinos no se hubiera cruzado Cristina Kirchner. Más aún: Kicillof recibió el mandato de reemplazar a Boudou en el control de la economía cuando éste perdió el favor presidencial. El segundo zar de la economía no fue mejor que el primero.
El núcleo del problema es, entonces, el conflicto de la Presidenta, y del oficialismo en general, con cada vez más numerosos sectores sociales. Analistas de opinión pública están seguros de que Cristina Kirchner se enfrentará en los próximos meses con encuestas que se irán empobreciendo inevitablemente. La deducción se respalda en que ninguna de las grandes quejas sociales (inseguridad, inflación, soberbia presidencial) parecen tener un remedio cercano. El repudiable escrache es una mala práctica, pero es también un termómetro fiable de la opinión social.
La fractura expuesta de la sociedad es, al mismo tiempo, otra razón de la declinación política del cristinismo. La confrontación perpetua aparece con insistencia en las encuestas como un fuerte reproche social. La sociedad argentina ha sido históricamente refractaria a un poder prepotente. Pero, ¿qué le queda al argentino común cuando gobernadores de la talla de Daniel Scioli, José Manuel de la Sota o Antonio Bonfatti deben responder públicamente a las ofensas del cristinismo? ¿Por qué algunos escraches deberían ser malos, se pregunta el ciudadano de a pie, cuando la propia Presidenta escrachó en cadena nacional, como sucedió con el dueño de una inmobiliaria?
Escándalo del oficialismo cuando los oficialistas son ofendidos. Silencio cuando los insultados son los otros. ¿Qué funcionario dijo algo porque al periodista Nelson Castro se le negó anteayer un sándwich en un bar céntrico por "razones ideológicas"? Ninguno, nada.
El debate por los escraches podría ser tan interminable como legítimo, pero no escondería nunca el centro del conflicto. Ese conflicto es político y consiste en una lejanía cada vez mayor entre los que mandan y vastos núcleos sociales. Esa distancia es más grande con las clases medias urbanas y con los afrentados sectores rurales. Los que estaban en Buquebus y en San Lorenzo. Los que le propinaron al kirchnerismo su primera gran derrota política, la guerra con el campo, y la segunda, los numerosos cacerolazos de septiembre y noviembre últimos.
Esa lejanía es la más importante y peor novedad para un año de cruciales elecciones, cuando el poder se jugará la imposible ambición política de alcanzar la eternidad.