Las multitudinarias manifestaciones opositoras carecieron de un elemento
convocante y de una conducción estratégica y logística, al revés de lo que
sucedió durante la crisis con el campo, en 2008. Esa suerte de primavera
libertaria fue convocada exclusivamente por las redes sociales; sólo ayer
algunos medios periodísticos consignaron escuetamente la información sobre las
posibles concentraciones.
El debate por el número de los manifestantes ocurrirá inevitablemente, pero las
imágenes que mostró la televisión fueron elocuentes de la cantidad de gente que
hubo y de la dimensión de la protesta.
Cristina Kirchner está sometida ahora a la obligación de indagar el porqué de tanto descontento social, menos de un año después de haber ganado ampliamente su reelección como presidenta. Es más que probable que muchos de los que anoche batieron las cacerolas la hayan votado a Cristina en octubre pasado. La Presidenta ganó entonces (o hizo una buena elección) hasta en los barrios más elegantes de la Capital. De hecho, ella ganó aquí como candidata presidencial, donde poco antes se había impuesto Mauricio Macri como jefe de gobierno.
En las concentraciones de ayer, sin embargo, no estuvieron sólo las "viejas de la Recoleta" ni la clase media alta enojada por el cepo al dólar. Esas son las descalificaciones a las que recurrió el cristinismo, fanáticamente ciego, cuando sucedieron los anteriores cacerolazos. Ayer hubo expresiones de los barrios del sur capitalino o de Flores y Caballito, los lugares geográficos más poblados por los porteños de diversa procedencia social. Los grandes centros urbanos del país, como Córdoba y Rosario, confirmaron lo que venían mostrando las encuestas: la Presidenta está peor allí que en la propia y esquiva Capital. El interior siguió el ritmo de la Capital, como pocas veces antes, aunque aquí se dio el centro de la protesta.
Si Cristina Kirchner aceptara que la realidad es distinta de la que ella percibe, podría comprobar que gran parte de los argentinos se sienten defraudados. La Presidenta cometió una estafa electoral porque nunca durante la campaña prometió que iría por todo, como se propone ahora, aunque ese slogan autoritario signifique en los hechos la destrucción de todas las barreras institucionales. Nunca antes prometió la radicalización de su gobierno hasta el extremo de negar libertades esenciales o de convertir al Estado en un gendarme permanente en la vida cotidiana de los argentinos. Esa Cristina apareció después de conseguir el 54% de los votos con otra imagen personal y con otras promesas.
El cepo al dólar no fue el hecho más convocante. Esta precisión debe ser subrayada porque gran parte de la televisión que responde al kirchnerismo meneó ese reclamo cuando decidió, casi dos horas después de iniciada la protesta, informar sobre lo que sucedía. Quizá predominó en las concentraciones un enorme malestar por los sucesivos recortes a la libertades y un generalizado rechazo a la reforma de la Constitución para habilitar la re-reelección.
Tuvieron una influencia decisiva la inseguridad y la inflación. El silencio presidencial sobre esos conflictos de la sociedad, a pesar de los permanentes discursos por la cadena nacional de radio y televisión, terminó provocando tanta irritación como los problemas en sí mismos. Los discursos por cadena se han transformado en disparadores del fastidio social.
La inflación molesta tanto como las mentiras sobre la inflación. Hay cosas sobre las que no se le puede mentir a la sociedad; una de ellas es el costo de la vida. La extravagancia llegó al ridículo cuando el Indec aseguró que un argentino puede vivir, y costear las cuatro comidas del día, con 6 pesos. Los emblemáticos 6 pesos circularon anoche por todas las concentraciones.
Un reclamo novedoso fue el de la corrupción, con mención incluida al vicepresidente Amado Boudou. Esa es otra defraudación electoral de Cristina Kirchner, única electora de un vicepresidente peligrosamente perseguido por los jueces por supuestos hechos deshonestos en el ejercicio de la función pública. Es también la comprobación de que la sociedad se quedó sin plata. Sólo en esas circunstancias, desgraciadamente, sectores sociales importantes constatan que la corrupción es determinante en el mal manejo de la administración pública.
Desde ya, Ricardo Echegaray tiene su carga de responsabilidad por el mayor cacerolazo espontáneo que sufrió su presidenta. No debería ser descalificatorio que una parte importante de la sociedad se sienta perseguida y maltratada por querer comprar moneda extranjera. El cristinismo ha llevado a los argentinos a la edad de piedra con un sistema cambiario tan arbitrario como humillante. Podría decirse que Echegaray, Guillermo Moreno o Axel Kicillof tienen parte de la culpa de lo que sucedió anoche, porque el autoritarismo que exudan en sus palabras y en sus actos fue el sesgo que más irritaciones sociales provocó. Y la tienen, pero ellos no existirían si no existiera una presidenta que siente a gusto con esas palabras y esos hechos.
Manifestaciones inorgánicas no son la mejor manera de administrar una democracia. La República cuenta teóricamente con mecanismos representativos, que gobiernan por el conjunto de la sociedad. ¿Qué será del día después? ¿Quién o quiénes harán las veces de canales de transmisión entre el malhumor de la sociedad y el poder? No hay respuestas. Hasta los partidos opositores recibieron ayer un castigo social en algunas pancartas. En el espíritu de mucha gente de a pie se estaba incubando un hastío que ni los dirigentes opositores advirtieron.
Una democracia tiene mecanismos institucionales para manejar el disenso y el consenso. Debería tenerlos. Un problema sin solución surge cuando un gobierno elegido suprime de hecho esos mecanismos para administrar el desacuerdo. Sólo le queda la imposición de un método y de una verdad, inapelables. El conflicto se agrava cuando desde el poder se arrincona a la sociedad (o a gran parte de ella) hasta que a ésta no le queda otro recurso que reunirse para hacer ruido con la enorme carga de su impotencia.