El triunfo electoral de octubre pasado, lejos de tranquilizar las aguas, condujo al kirchnerismo a reforzar su principal creencia: la política es un espacio en el que se libra una guerra. Esta concepción, que está en el centro de la acción oficial, se organiza alrededor de una premisa mayor: hay un enemigo que debe ser reducido. A medida que el Gobierno encuentra más dificultades, sobre todo de carácter económico, esta percepción se vuelve más rígida.
La interpretación según la cual la materia de la política es el conflicto entraña una visión autoritaria de la sociedad. Entiende que el que disiente, en realidad, obstruye y boicotea. El rival no puede alegar siquiera una parte de la verdad. El poder tiene el monopolio de la razón. La relación con el otro debe ser, por necesidad, bélica. Y, como sucede en toda guerra, muchas garantías deben quedar suspendidas.
La civilización liberal, tal como fue fundada en los siglos XVII y XVIII, se asienta sobre otras premisas. El orden público no se constituye a partir de criterios de verdad, sino de reglas de validez. No gobierna el que tiene la razón, sino el que obtuvo más votos en una elección. Cabe la posibilidad, entonces, de que el que perdió esté en lo cierto. Es el motivo por el cual el constitucionalismo occidental ha garantizado el derecho a la crítica, la libertad de expresión, la reserva de un espacio de privacidad que el Estado no tiene derecho a avasallar, el pluralismo. El orden social se construye, para esta lectura, a partir de consensos y acuerdos, celebrados en un espacio de convivencia en el que todos los actores están legitimados.
La consagración de la guerra como única dimensión de la política se asienta sobre otro supuesto: el orden público se funda en una verdad cuya discusión pone en peligro el proyecto colectivo. Por esa razón debe ser abolido, arrasado. Sólo cabe una forma de convivencia: la adhesión, el sometimiento, la uniformidad.
No es casual que las ideologías que colocan a la guerra en el corazón de la vida pública tengan una posición autoritaria respecto de la verdad. Para las teocracias, de la confesión que fueren, esa verdad está cifrada en un texto sagrado destinado a presidir la vida pública. Otras formaciones autocráticas sustituyeron ese texto religioso por un credo laico: los pronunciamientos del Partido Comunista, en la Unión Soviética, o la teoría de la raza superior y el espacio vital, en el nacionalsocialismo.
Para Karl Marx la historia se identifica con una lucha de clases. Carl Schmitt, jurista y pensador alemán que tuvo una afinidad muy fuerte con el nacionalsocialismo, pensaba la política como una dialéctica entre amigos y enemigos. Sin llegar a esos extremos, en algunos teóricos del populismo resuena el eco de esa posición básica. Es el caso de Ernesto Laclau. Se trata de un escritor cuya gravitación en las corrientes de la izquierda contemporánea es muy inferior con respecto a otros pensadores. Pero ejerce una intensa influencia en el oficialismo argentino.
En contraste con la aspiración a constituir un consenso, propia del liberalismo, Laclau, y su esposa, Chantal Mouffe, consideran perjudicial para la democracia y sus instituciones la negación del conflicto. Para ellos resulta fundamental la existencia de antagonismos, la demarcación de un "nosotros" y un "ellos" como condición necesaria para el ejercicio de los derechos democráticos. El consenso racional sólo tendería hacia un centro incapaz de modificar el orden existente. En cambio, el conflicto permanente permite constituir un poder hegemónico que rompa el statu quo y realice el desempate de poder.
La presidenta Cristina Fernández de Kirchner parece identificarse con estos teóricos, a los que conoció y comenzó a cultivar después de haber llegado al Gobierno. Sin embargo, podría justificar su estrategia de acumulación de poder por la vía de la lucha a través de su propia tradición. Durante una célebre entrevista, Juan Domingo Perón dijo: "Mao sostenía que la principal tarea de un líder es detectar quiénes son sus aliados y quiénes sus enemigos. Al amigo -esto no lo dice Mao, esto lo digo yo-, todo; al enemigo, ni justicia". Esta profesión de fe belicista no fue la del Perón de los 50. Las declaraciones son de 1971.
Del axioma según el cual el adversario, el que piensa distinto, es un enemigo, se desprende la negación de cualquier derecho para el que no pertenezca al propio grupo. Esa concepción de la política es la que anida en la consigna absolutista "vamos por todo". El que se propone "ir por todo" supone tener derecho a todo. Es decir, supone que los demás, incluso las minorías, carecen de derechos.
La adopción de esta perspectiva constituye una renuncia a la negociación. Esa imposibilidad de admitir la existencia legítima de un "otro" se vuelve más inquietante en un período en el cual, como consecuencia de las restricciones de una política económica agotada, proliferan los reclamos. Gobernadores, intendentes, sindicatos, empresas de distinto tamaño y sector, gobiernos extranjeros entienden tener derecho a que sus puntos de vista sean atendidos por el Poder Ejecutivo. Azorados, advierten cómo ese poder los va confinando al lugar de enemigos.
Ese modo de interacción viene acentuando los rasgos autoritarios del kirchnerismo. Allí donde debería haber diálogo e intercambio, poco a poco se han ido instalando el odio, el escrache público y la persecución.