Una vez más el Gobierno muestra su propósito de querer aumentar la presión impositiva sobre el campo, esta vez como respuesta al aumento de los precios de la soja, tal como ocurrió años atrás. Ahora, el creciente precio de la soja responde principalmente a razones climáticas, debido a una sequía sin igual en las grandes planicies del centro de los Estados Unidos, combinada con fuertes calores que reducen la cosecha en aquella zona.

A ello se sumaron sequías en el sur de Brasil y también en nuestro país, con lo cual quedaron afectadas las cosechas de los tres grandes abastecedores de soja del mundo, encabezados por el país del Norte, con promedios anuales del orden de 80 millones de toneladas, seguido por Brasil, con 70 millones y la Argentina con 50, ahora reducidos a 45. Tal como hemos sostenido en esta columna, ninguna nación en el mundo aplica gravámenes de esta naturaleza ni de tal magnitud, de manera tal que el impuesto del 35 por ciento resulta una carga asfixiante que, para peor, se pretendería elevar al 40 por ciento, según versiones que por ahora ha negado el viceministro de Economía, Axel Kicillof.

Para cosechar y vender la soja a sembrar a partir del mes próximo, los productores argentinos deberán asumir importantes riesgos y costos diversos según se trate de campos propios o arrendados, en zonas diferentes y con tecnologías dispares, adaptadas a esas condiciones. En el caso de que se tomen como referencia campos arrendados, que serían más de la mitad, los costos aplicados sumarían 316 dólares por tonelada, conformados por gastos de comercialización de 38 dólares; laboreo de tierras, 29; semillas, 16; plaguicidas, 15; fertilizantes, 18; cosecha, 28; indirectos, 18, y arrendamiento, 154. Tomando como base un precio promedio futuro de 550 dólares por tonelada, un valor optimista teniendo en consideración que se descuenta que la próxima recolección será mayor, por cuanto no afrontaría las desfavorables condiciones de la pasada, la retención del 35 por ciento añadiría 192,50 dólares al mencionado costo estimado de 316 dólares, totalizando 508,50 dólares por tonelada.

Si a esa cifra se le agregan el Impuesto a las Ganancias, el inmobiliario rural y las tasas municipales, los bolsillos rurales quedarían exhaustos. Si, en cambio, la retención se elevara al 40 por ciento, las arcas fiscales captarían 220 dólares por tonelada, que sumados al costo, totalizarían 536 dólares, suma virtualmente similar al precio de venta. Los demás tributos y cargas que integran el circuito serían los responsables de los aún mayores quebrantos por asumir.

Las cifras que hemos mencionado alcanzan para que cualquier persona de buena fe comprenda que es falsa toda argumentación que pretenda asignar al campo un escenario de suculentas ganancias motivadas por el cultivo de soja. Lejos de ello, lo que necesita el campo son condiciones que le permitan competir con sus pares de las naciones mencionadas. Reducir las retenciones en lugar de aumentarlas favorecería a la sociedad, al propio gobierno y al injustamente maltratado campo argentino. En caso de elevarse las retenciones a la soja, se correría el riesgo de destruir una fuente de riqueza, tal como ha ocurrido con otros sectores rurales.