El joven Axel Blumberg ya había muerto, pero todavía no se había producido
la conmovedora movilización social por la proliferación del delito.
Repasaron una y otra vez el mapa del conflicto. Duhalde se quedó con la
sensación de que su antiguo ministro de Seguridad debía volver a la función y
hasta se convenció de que era una buena idea instrumentar, poco a poco, una
policía metropolitana que abarcara la Capital y el conurbano bonaerense.
Hay una gran asimetría, concluyeron, entre el número de habitantes y de
presupuestos entre un lado y otro de la avenida General Paz, aunque las
carencias de uno solo de los lados termina manchando de inseguridad a porteños
y bonaerenses por igual. La opinión de Arslanian sostenía que un plan de esa
naturaleza -y de esa envergadura- no se debía hacer en 24 horas ni, mucho
menos, limitarlo a ampulosos anuncios.
En otro lado, Felipe Solá llegaba a una conclusión parecida: no se podía
salir de la crisis de la inseguridad colectiva con personas desgastadas o con
simples relevos de nombres que nada dicen.
Solá tenía un obstáculo: no podía avanzar con Arslanian mientras no se
produjera la reconciliación de éste con Duhalde, a pesar de que el ex
presidente se manifestó siempre amigo de su antiguo ministro. Pero Arslanian
tenía cuentas que aclarar con él desde que se fue del gabinete de Duhalde por
un empellón de Carlos Ruckauf.
En la reunión del lunes último de Solá con el ministro de Justicia y
Seguridad, Gustavo Beliz, ambos llegaron a la conclusión de que la sociedad les
había cambiado la agenda de manera dramática y de que la crisis no les
conservaría vida política si no lograran cabalgarla con suerte. El desafío
comprende al propio presidente Néstor Kirchner.
Quizá por eso el Presidente se preservó de una querella pública con Solá,
contra quien rumió algunos rencores. El peor pecado que cometió el gobernador
fue desarticular con una sola línea de declaración pública una información
falsa: Kirchner nunca lo llamó para reclamarle que nombrara cuanto antes al
secretario de Seguridad. Portavoces de la Presidencia habían asegurado que el
Presidente llamó dos veces en menos de 48 horas al gobernador para espolearlo
con esa decisión.
Hay que hacer un paréntesis. No es la primera vez que trascendidos que surgen
de la Casa de Gobierno son desmentidos luego por la realidad de los hechos; esas
distorsiones de la información pública han comprometido, incluso, a líderes
extranjeros. Ocultar información es un acto grave de los gobernantes, pero
mucho más grave es cuando se dan por ciertos hechos que nunca existieron. A la
larga o a la corta, ese error perjudica a los propios gobernantes, porque el
periodismo termina por desconfiar de todo lo que dicen.
Volvamos a Arslanian. Solá le prendió una vela a todas los santos durante el
fin de semana último para que el ex ministro aceptara personalmente el cargo.
Arslanian había ofrecido el nombre del abogado Carlos Beraldi, socio de su
estudio jurídico y miembro de su anterior equipo en el Ministerio de Seguridad
de la provincia.
Pero el gobernador intuía que la crisis necesitaba de un nombre emblemático de
muchas cosas. Arslanian expresa un compromiso con las garantías
constitucionales, por un lado, pero también una decisión política de embestir
contra los amplios bolsones de corrupción policial. La mejor ley y el mejor
especialista caerán irremediablemente derrotados si la corrupción policial
permaneciera intacta.
En su anterior gestión, Arslanian se metió, incluso, con los vínculos entre
los caudillos peronistas del Gran Buenos Aires y la policía. Su política fue
entonces la de descentralizar la policía para someterla a un control social
constante allí donde está destinada. Es cierto que la rotación permanente de
policías, y las decisiones encapsuladas en muy pocas personas en La Plata,
descomprometen a la policía con la sociedad real.
Arslanian no es incauto: sabe que las ideas de 1998 pueden servir sólo como
trazos gruesos. El fenómeno del delito necesita de la actualización permanente
de las políticas para enfrentarlo. Así lo aseguró ayer en una reunión entre
muy pocos.
De todos modos, en la ronda de Solá con los dirigentes religiosos, el martes,
escuchó un mensaje parecido a aquella política: la movilización de los
espíritus, la acción constante de los vecinos y una policía honesta
terminarán por doblegar al crimen, le deslizaron todos los obispos católicos,
primero, y los referentes de otros credos, luego.
La gestión de los intendentes en esa política será esencial, pero deberán
tener un límite. Un importante funcionario nacional le preguntó a Solá en los
últimos días si los caudillos políticos bonaerenses le habían pedido por
alguna persona como ministro de Seguridad o por la estabilidad de algunos jefes
policiales. La respuesta: "No me han pedido nada ni les daré nada si me lo
piden. Cuando se produce una muerte, esa muerte se carga sobre mis espaldas y no
sobre la de los intendentes. Ese método se acabó".
En la noche del martes, Arslanian se vio con Kirchner y recogió de éste el
compromiso de apoyarlo. Ya antes Solá le había prometido un importante aumento
de recursos en el presupuesto provincial. Los tres trataban de esquivar, de
alguna manera, el intenso debate ideológico que se entrometió en el más
simple de los reclamos sociales: la seguridad y la vida deben volver a tener
valor en el país.
No hay vencedores ni vencidos de ningún combate previo. Arslanian es Arslanian,
con los amores y con las rabias que despierta. No le gustó el discurso de
Kirchner en la ESMA, porque fue injusto con él también; Arslanian presidió la
célebre Cámara Federal que condenó a los comandantes de la dictadura. Fue
ministro de Carlos Menem, pero se escandalizó cuando desde la Presidencia
comenzaron a proponer a los jueces y fiscales. "Son esperpentos",
dijo, y dio el portazo. Se enojó con Duhalde cuando éste lo sacrificó en el
altar electoral y no lo respaldó tras la desautorización virtual que sufrió
de parte de Ruckauf, entonces candidato a gobernador.
Dueño de un próspero estudio jurídico, el ex juez y ex ministro decidió ayer
abandonar la placidez del retiro político para meterse, otra vez, en el ojo de
la tempestad.
Por Joaquín Morales Solá
Para LA NACION