Lula da Silva, algo más joven, soportó con mayor estoicismo los discursos, pero su mirada lucía perdida. Lo suyo era cuerpo presente y mente ausente. Por su parte, el presidente y la vice se adueñaron del escenario y representaron su papel en calidad de políticos (actores). Nos hicieron creer que entre ellos todo está bien y que sus disidencias —que ventilaron en público de manera civilizada— no son tan grandes ni tan importantes como imaginan los ‘medios hegemónicos’. Como el acto del viernes no pasó de un montaje para consumo interno del oficialismo, analizar sus pormenores sería perder el tiempo. Enredarse en especulaciones respecto del alcance de esta frase o aquel silencio, de esta afirmación o aquella crítica, carece de sentido en atención a que ninguno de los presentes —sobre todo los dos nacidos en estas tierras— podían decir la verdad. Posar de duros delante del Fondo Monetario Internacional, cargar lanza en ristre contra el macrismo —adjudicándole la totalidad de los males que nos aquejan— y repetir en forma de cantinela que cualquier acuerdo que se firme no lo será a expensas del crecimiento de nuestro país, es cuanto se estila hacer en semejantes ocasiones.
La táctica no ha sido inventada por los Kirchner, y seguramente habrá de repetirse en el futuro cercano tantas veces como sea necesario para engañar a unas masas que sólo ven los grandes números y, a veces, ni siquiera eso. De modo que conviene distinguir lo accesorio de lo fundamental, lo pasajero de lo estable y lo intrascendente —por sonoro que resulte— de lo verdaderamente importante. El viernes con micros al por mayor, choripanes y conjuntos de música que pagan los contribuyentes, miles de seguidores del gobierno se agolparon, sin demasiado entusiasmo, a escuchar unas parrafadas desabridas que no habrán de cambiarle la vida a nadie.
Cuarenta y ocho horas más tarde, en cambio, en la Comisión de Presupuesto y Hacienda de la cámara baja del Congreso Nacional, el titular de la cartera de Hacienda explicó, en clave de sarasa, en que consiste el Presupuesto 2022 y puso al descubierto una cosa de sobra conocida pero que revela a dónde apunta la administración presidida por Alberto Fernández en la materia más delicada que tiene entre manos. La exposición de Martin Guzmán fue una clase magistral de contabilidad creativa. Comenzó diciendo que asistimos a una "fuerte recuperación económica”, resultado de comparar los actuales índices —los que por supuesto ocultó— con los del año pasado. Cualquiera puede darse cuenta de que, estrictamente considerado, el proclamado crecimiento del ministro es, en rigor, un caso típico de rebote. No paró ahí la fantasía. Nos enterarnos, además, que las reservas no se han desmoronado, que la inflación por venir será —siempre según las estimaciones gubernamentales— de 33 % anual y el alza del PBI de 4 %. No es que Guzmán se crea muy vivo y considere al resto de los mortales, que no comulgan con sus ideas y cálculos, un conjunto de zonzos. Debe mentir porque si acaso se decidiese a trasparentar la verdad cometería un sincericidio. Las buenas noticias, de suyo falsas, son el único instrumento al que —en su impotencia— el oficialismo ha decidido echar mano para atemperar la dimensión de la crisis presente. Es claro que las cifras conocidas no son serias y su autor sería reprobado por una mesa examinadora. Pero su propósito no es cumplir a rajatabla con lo que prescriben los manuales acerca del presupuesto. Es una síntesis y compendio del gasto fiscal, sí.
Pero —pequeño detalle— está dibujado.
Asistimos, pues, a una notable comedia puesta a punto por el oficialismo que abarca todos los terrenos. Ninguno de sus integrantes se anima a abandonar el juego de las escondidas con la realidad. Se desdoblan los actores y, mientras de cara al público que los escucha pintan un panorama épico y venturoso, de puertas para adentro trabajan a toda velocidad con el propósito de firmar un acuerdo de facilidades extendidas, en tiempo récord. A diario hacen saber que el mismo se halla a la vuelta de la esquina —lo cual es falso— y que no traerá aparejado un ajuste. La proM mesa gubernamental de que ‘el pueblo’ no sufrirá las consecuencias, merece un comentario aparte. Porque si bien, en última instancia, el compromiso verbal del presidente, su vice y el ministro Guzmán es de imposible cumplimiento —algo así como la cuadratura del círculo— no deja de ser probable que el ajuste —en principio, al menos— no se note tanto.
Dicho de manera diferente. Imaginemos que la reducción del gasto público se hiciese con base en el sobreempleo estatal a nivel nacional, provincial y municipal; o se pusiese la lupa en las empresas que administra el Estado; o se intentase adelgazar las remuneraciones de la clase política, o se decidiese controlar en serio las alzas y bajas de los planes sociales. Las quejas se levantarían inmediatamente y los damnificados reaccionarían en bloque. En cambio, si la poda viene por el lado de la obra pública, la licuación de las remuneraciones a los jubilados y pensionados y una mayor presión impositiva, los reclamos tardarían en hacerse oír con fuerza suficiente. De hecho, eso fue lo que sucedió durante los primeros meses del año en curso. Terminada la etapa dura de la pandemia, Martín Guzmán obró una disminución del déficit fiscal calladito la boca.
Luego las urgencias electorales dieron al traste con el experimento.
Hay que tener presente un dato fundamental en cualquier consideración que se haga respecto de las observancias y prácticas del organismo de crédito que preside la búlgara Giorgieva. La idea, extendida en los ambientes progresistas y de izquierda, de un FMI atado a los dogmas de la ortodoxia liberal, es un cuento. Pocas cosas hay tan lejos de la realidad como esa creencia que viene de lejos. En realidad, al Fondo —y en eso resulta enteramente lógico— le interesa cobrar, sin importarle demasiado el camino que adopte el país deudor. Por eso, no le impondrá a la Argentina un programa de reformas estructurales. Una suba de impuestos le cae mejor que una política de privatizaciones, por ejemplo.
Lo expresado antes viene a cuento de lo siguiente. Cuando el público en general se refiere al FMI da por sentado que su burocracia, su presidente y el board forman un conjunto. Formalmente es así. En la práctica no lo es tanto. Con los técnicos se discuten planillas de gastos e ingresos. Es la etapa en la que se encuentra el equipo de Guzmán. Cumplido el capítulo, la burocracia estable reporta a la señora Giorgieva que, por mucha y buena que sea su voluntad de terminar de una vez con el caso argentino, debe elevar lo que podría denominarse el borrador de un acuerdo a la junta de mayores accionistas. Recién entonces sus integrantes le suben o bajan el pulgar al deudor del cual se trata.
La lógica —si se puede hablar de tal cosa en la actual situación— indicaría que
1) algún tipo de acuerdo van a firmar el FMI y nuestro país;
2) en tren de calificarlo, lo más probable es que sea light;
3) debería homologarse antes de finales de marzo, aunque siempre existe la posibilidad de alargar los plazos de vencimiento sin que los acreedores pongan el grito en el Cielo;
4) precisamente por ser light, los problemas estructurales de la Argentina seguirán siendo los mismos;
5) el programa de facilidades extendidas no habrá de devolverle al gobierno la confianza de los mercados;
6) el equipo económico apostará a las cartas de las dos cosechas —la fina y la gruesa—, de la emisión y del impuesto inflacionario, a los efectos de financiarse durante el año que viene;
7) tanto el oficialismo como la oposición y el FMI saben que el Presupuesto es puro maquillaje y no se va a cumplir;
8) el talón de Aquiles de la administración kirchnerista será, como hasta ahora, el nivel de reservas;
9) las posiciones encontradas dentro del Frente de Todos podrán escalar pero no al extremo de quebrar la relación de los dos Fernández, que se necesitan mutuamente; y
10) si acaso no hubiese acuerdo con el FMI, la Argentina seguiría siendo un paria internacional. Pero no desaparecería del mapa.
El análisis político y económico de los doctores Vicente Massot y Agustín Monteverde