Dicho estudio ubica a Argentina en el puesto 62 de las 63 economías consideradas (solo Venezuela está en una posición más desventajosa). Aunque la muestra dista de cubrir a todos los países del globo y aunque siempre existe la posibilidad de objetar cuestiones metodológicas, el hecho de que nuestro país se encuentre casi al final de la tabla no deja de ser una señal de alarma.
Y la preocupación es aún mayor si se tiene en cuenta que la posición relegada de Argentina en indicadores de competitividad no es una exclusividad de la investigación del IMD (la última edición del informe Doing Business del Banco Mundial nos ubica en la posición 126 de 190 naciones consideradas mientras que el más reciente Indice de Competitividad Global del Foro Económico Mundial nos posiciona en el lugar de 83 de 141 economías) y que, para peor, parece agravarse, ya que se observa un deterioro respecto a ediciones anteriores de las respectivas investigaciones.
Resulta evidente que muchas de las cuestiones que hacen a la competitividad están por fuera de lo que las empresas pueden controlar de forma directa. Por ejemplo, la estabilidad macroeconómica depende más de la consistencia de las políticas fiscales o monetarias (definidas por las autoridades del área económica) que de lo que pueda hacer una empresa individual. En otro plano, la infraestructura (transporte, comunicaciones, etcétera) también puede considerarse que es esencialmente una cuestión exógena para la firma. Y lo mismo podría decirse de la exigencia de mayores o menores procesos burocráticos para desarrollar un negocio. Sin embargo, esto en modo alguno debe llevar a las compañías al inmovilismo.
Por una parte, porque siempre existe espacio para influir sobre el diseño e
implementación de las políticas públicas. Aunque la última palabra esté en manos
de las autoridades gubernamentales, el sector privado puede y debe participar en
la definición de medidas, haciendo oír su punto de vista y acercando
recomendaciones. En este sentido, las entidades gremiales empresarias cumplen un
rol destacado, ya que tienen capacidad para escuchar las problemáticas de sus
representados, analizarlas mediante la labor de sus equipos técnicos y,
finalmente, acercar una propuesta consistente a los despachos oficiales.
Por otra parte, porque a pesar de las innegables restricciones, las firmas cuentan con margen de acción individual. Esto es así porque muchos elementos con injerencia en la competitividad pueden ser alterados de manera directa por las empresas. Por ejemplo, las falencias en materia de gerenciamiento interno; la presencia de una actitud reticente frente a la innovación, la incorporación de nuevas tecnologías o las nuevas formas de liderazgo y la falta de una adecuada capacitación del propio personal son problemas que en buena medida pueden ser remediados por la propia organización.
Para ambas cuestiones –esto es, para influir de manera apropiada en la política pública o para adoptar mejoras dentro de la propia empresa– resulta fundamental partir de un diagnóstico adecuado. Mediante un análisis que involucre a diversas áreas de la organización –y probablemente con el apoyo de expertos que no pertenezcan a ella, a fin de brindar una mirada más objetiva– se debería determinar cuál es la situación actual de la compañía y cuáles son los puntos que le impiden ser más competitiva. Y, a partir de allí, trazarse un adecuado plan de acción. No como un cronograma rígido, que resultaría de escasa utilidad –especialmente un país tan volátil como Argentina–, pero sí como una hoja de ruta de mejora continua.
Este proceso beneficiará a la propia organización y, en la medida en que se generalice, redundará en un avance a nivel agregado. A menudo se piensa el progreso de las naciones como la consecuencia inevitable de una medida tomada en el despacho de un funcionario iluminado, cuando es más bien el resultado de la suma de esfuerzos individuales. Las mejoras de competitividad de las empresas se presentan entonces como una herramienta clave no solo para su propio crecimiento sino también para acercar a nuestro país hacia el desarrollo económico y social al que los argentinos aspiramos.
Por Gonzalo de León Economista e Investigador del Observatorio de
Productividad y Competitividad de la Universidad CAECE
Fuente: El Economista