Mayor número de zozobras no pudo haber afrontado desde fines de 2017 el campo argentino. Por el tiempo en que se prolongó, durante cuatro o cinco meses, según las zonas, y hasta más allá de mediados de abril, la sequía ha sido el mal sobre cuyas consecuencias ha existido más clara conciencia general.
Pero tras la falta de agua, vital para la cosecha de granos gruesos y la preparación de pastos suficientes para la ganadería en el invierno, sobrevino una racha de más de tres semanas de lluvias copiosas. Se acentuó así la pérdida de granos en la cosecha de soja de segunda y se abrió un período de pleitos por la pérdida de calidad en los granos entregados, cuyos daños se estiman entre el 20 y el 80 por ciento.
En suma, se han evaporado para la economía nacional, y no solo para los
productores, 8000 millones de dólares como consecuencia de la pérdida de 20
millones de toneladas de soja y 10 millones de toneladas de maíz. Una campaña
proyectada para 2017/18 con rendimientos totales de 125 millones de toneladas
deberá resignarse a algo menos de 100 millones de toneladas.
Sobre mojado, llovido. La crisis financiera, reflejada en pérdida de divisas y devaluación de la moneda, derivó inevitablemente en la apelación al Fondo Monetario Internacional y a la confesión, si así pudiera llamársela, de un pecado nacional conocido en realidad desde hace añares: la Argentina no puede seguir como Estado viable, con un déficit primario de más de 4 % y cercano al 7 % si se computan los intereses de la deuda pública. La disyuntiva es de hierro: se ahorra y, por lo tanto, se ciegan las innúmeras brechas de la dilapidación de recursos o el edificio de todos se derrumba. Hay una aritmética, y no tres, para la sustentación tanto de las familias como de las empresas y de los países.
Puesto, pues, el Gobierno por la fuerza de los hechos en la situación de realizar un ajuste que sería absurdo pretender disimular con eufemismos, tomó dos decisiones por cuya postergación él ha tenido su parte de responsabilidad. Una, designar al ministro de Hacienda, Nicolás Dujovne, para que coordine, entre nueve de sus pares, las propuestas por elevar en aquel sentido al presidente de la Nación. Otra, hacer acopio inmediato de todas las cifras sobre las que se pueda actuar, con razonabilidad quirúrgica, a fin de alcanzar los objetivos trazados.
Que se ha trabajado con la celeridad impuesta por las circunstancias lo dice
el hecho de que en días han estado sobre la mesa de discusiones las hipótesis
más dispares. En ese punto asomó, casi como entre la podredumbre de los granos
emergentes después de lluvias que no sirvieron sino para dañar más aún una
cosecha gruesa deplorable, la hipótesis de paralizar la política de reducción de
las retenciones a la soja de 0,5 puntos por mes hasta llegar, a fines de 1919, a
la meta de 18 % de retención.
No faltaron en la clase dirigente quienes alentaran esa hipótesis. Algunos fueron tan lejos como para reclamar la reinstauración de retenciones sobre el maíz y el trigo, que habían sido eliminadas al comienzo de esta gestión presidencial.
¿Saben esos personajes de qué están hablando con pavorosa ligereza? Están hablando de destruir las capacidades de desenvolvimiento del sector de mayor índice de productividad de la economía argentina, pero al cual se pena, por encima de los tributos que gravan todas las actividades, con una gabela especial por exportar. Durante el kirchnerismo las retenciones sobre la soja fueron del 35%: o sea, el productor pagaba dos veces lo que se paga en la escala más alta prevista por el fisco en el impuesto a las ganancias. ¿Por qué esa injusticia?
Agroindustria en el siglo XX, bioindustria en el XXI, el campo comienza estos días la siembra de su cosecha fina con una inversión de 1800 millones de dólares, por todo concepto, en la movilización de empleos, maquinarias, semillas y fertilizantes para la implantación de trigo y entre 250 y 300 millones de dólares para la de cebada. En septiembre, a partir de que florezcan las glicinas, como decían los paisanos viejos, el campo invertirá otros 5000 millones de dólares en la siembra de maíz, hasta completar su ciclo en diciembre con los maíces tardíos o los de segunda. Y desde fines de octubre invertirá otros 6000 millones de dólares más, para hacer posible que la soja continúe como principal rubro de aportación de divisas al país, valiosísima posición en la cual el maíz figura como la segunda plaza, anteponiéndose incluso a la industria del automóvil.
¿Puede permitirse una economía que hace agua por la desigualdad entre sus gastos y sus ingresos, y que es deficitaria en 8000 millones de dólares en su cuenta comercial por la falta de compensación entre exportaciones e importaciones y por el peso, que estuvo sobrevaluado, atentar contra la productividad de un sector que compite en el mundo con frutos subsidiados por otras economías nacionales? No hay respuesta seria para esa simple pregunta.
Menos la hay, todavía, para esta otra indagación: ¿quién se dispone en los meses próximos a invertir en el país más de 13.000 millones de dólares como lo hará el campo, de acuerdo con la estimación pormenorizada que hemos hecho en esta columna editorial?
Tomamos nota, por ahora, de que el prenuncio de un nuevo castigo a las actividades agropecuarias ha quedado desactivado. Tomamos nota, por igual, de que en esos términos el Presidente sigue fiel a un compromiso público con el campo que se ha redoblado, en los últimos días, con el anuncio de que lo aligerará de trámites burocráticos abrumadores en costo económico y tiempo perdido. Así lo ha hecho saber el director general de la AFIP, Leandro Cuccioli, al anunciar el Sistema de Información Simplificada Agrícola (SISA), que reduce de siete a dos las declaraciones juradas anuales de los productores sobre stocks de granos y rendimiento de cosechas.
No es por casualidad que la declinación de la economía argentina y su pérdida de posiciones relativas en el mundo hayan coincidido con el momento en que se afianzaron las políticas de aprovechamiento confiscatorio de la rentabilidad agropecuaria, y hasta de afectación de sus bienes, como fue la congelación de los arrendamientos por casi treinta años desde la revolución fascista de 1943.