Los sucesores se victimizan con la pesada herencia recibida, hacen leña del
árbol caído y mueven el péndulo en la dirección inversa. Los aplaudidores de
siempre se esperanzan con promesas que tampoco serán cumplidas mientras intentan
obtener alguna ventaja sectorial o personal. Todos los mandatarios creen que con
ellos la historia será diferente, que esta vez sí el país será "normal". Y si
bien cada uno hace o intenta introducir algunos cambios, el estándar no varía
desde hace al menos larguísimas siete décadas: lo normal es que se crean la
solución y terminen siendo el problema. Esto ocurre porque les (nos) cuesta
diferenciar algo elemental: no se trata de ellos como personas, líderes
políticos o seres humanos, sino del rol institucional que deben desempeñar.
La Constitución Argentina le otorga a nuestra institución presidencial una enorme cantidad de poder y recursos. Considerando nuestra (falta de) cultura cívica, la típica tentación es gobernar con medidas de emergencia y un variopinto conjunto de prácticas y mecanismos informales de concentración de autoridad. Es una de las más fuertes del continente, mucho más que la de los Estados Unidos, donde en especial a partir del escándalo de Watergate hubo un esfuerzo por limitar y controlar más al titular de la Casa Blanca, al margen de los equilibrios y contrapesos definidos por los padres fundadores. En Europa, Asia u Oceanía no hay casos de países genuinamente democráticos con semejante concentración de poder en una sola persona.
El Estado no es él, pero casi: el titular del Poder Ejecutivo tiene además
iniciativa parlamentaria y carece en la práctica de controles o contrapesos
relevantes. Ni aun con el Congreso con mayoría opositora, como ocurre en la
actualidad. La amenaza del veto (total o parcial) en el debate de las tarifas,
por ejemplo, es una espada de Damocles que no impide el debate sobre política
pública, pero lo vuelve estéril. El presidente argentino constituye el epicentro
del sistema político, en el que el federalismo siempre fue una promesa
incumplida, una metáfora perfecta de lo que no debe ser. Más aún, la coyuntura
actual presenta una apoteosis de esta anomalía: importantes gobernadores
opositores, con pretensiones de proyectarse a la arena nacional, son más
solidarios con el Presidente que sus socios de Cambiemos (una suerte de versión
3.0 de la vieja Concordancia de los años 30, excepto por su desconsideración con
las cuestiones estratégicas y de defensa nacional).
Esta superioridad relativa en el manejo del juego político, analizada con maestría por Carlos Nino en Un país al margen de la ley (Emecé, 1992), genera una enorme asimetría con el resto de (y una profunda desconfianza entre) los actores políticos, económicos y sociales. Fue así cuando el tamaño del Estado era notablemente más acotado, se potencia con un gasto público que ronda el 45% del PBI. Como no podía ser de otro modo, esto impacta en la dinámica de la competencia electoral: los excesos del presidencialismo tienden a reducir las posibilidades de alternancia y a fomentar las conductas no cooperativas entre gobierno y oposición. En el primer turno de esta incompleta y extraviada transición a la democracia, a la oposición le bastaron cuatro años para ser competitiva y seis para forzar un cambio de mayorías. Es decir, un turno presidencial completo. En la década de 1990 se necesitó el doble. Y durante el período K, el triple. Con Estados cada vez más grandes (y muy poco controlados, veremos si esto cambia con la nueva Oficina de Presupuesto del Congreso), la oposición necesita cada vez más tiempo para doblegar la hegemonía oficialista.
Por cuestiones de escala, responsabilidad, manejo de información y estatus,
ser presidente no se parece a ningún trabajo o responsabilidad previa. Ni los
cuadros políticos con larga experiencia pueden evitar un proceso de aprendizaje
que dura al menos un par de años y que se produce de manera inorgánica: cambian
los contextos, los protagonistas, las prioridades y, sobre todo, la visión que
los propios presidentes tienen de sí mismos y de su lugar en la historia.
Arrancan con ilusiones, ideales y hasta la esperanza de lograr hitos históricos,
pero se vuelven conscientes de sus limitaciones a medida que acumulan
experiencias (y frustraciones).
Sus agendas se transforman a lo largo de la gestión, al igual que sus equipos
de trabajo. El desgaste en el poder es siempre mayor al esperado y es
fundamental oxigenar los gabinetes de forma periódica para recrear expectativas
y retomar la iniciativa política, en especial cuando no se dan los resultados.
La hiperconcentración de autoridad en muy pocas manos torna complejo ese
objetivo, pues el costo político de cualquier reemplazo es inversamente
proporcional a la delegación de responsabilidades en ministros o colaboradores.
A menudo se cae en el error inverso de suponer que la fragmentación de funciones
simplifica o acota el costo de una eventual remoción, al margen de hacer más
eficiente la gestión. Así, es fácil entrar en círculos viciosos, a menudo casi
imposibles de romper, que explican por qué los cambios (tácticos, estratégicos,
de staff) llegan tarde o no se hacen nunca.
Guillermo ODonnell analizó el fenómeno de la "democracia delegativa": cuando los líderes se creen con el derecho y la obligación de decidir qué es bueno para el destino del país, sin aprovechar los mecanismos de deliberación ni la formación de consensos. La definición de "éxito" es poco clara. Se mezclan la solución o la mejora de algún aspecto específico con los resultados de las elecciones: el que gana tiene razón. Esto sesga las prioridades de política pública hacia el objetivo de salir victorioso en las urnas. Macri llevó esto al extremo al sintetizar en una persona los roles de jefe de Gabinete de ministros y de la campaña electoral. Por eso, poco importa el "calendario" stricto sensu, pues las decisiones de los gobiernos las determina, directa o indirectamente, el objetivo de maximizar la cantidad de votos.
Se trata de un juego perverso, porque la sociedad entra en un proceso
inercial de delegar en el presidente: solo le piden, nunca le proponen. Y él
absorbe, jerarquiza y trata de responder las demandas según algún tipo de
criterio. La ciudadanía queda insatisfecha, ya que ni una cantidad mínima de
todas esas cuestiones pueden ser canalizadas en la práctica. Así, el presidente,
que asumió convencido de que era un agente de transformación, termina convertido
en un simple obstáculo para alcanzarla, perdido en el laberinto de una agenda
minimalista, trabada, que influye marginalmente en el desarrollo, sesgada al
corto plazo. Mientras tanto, ante las primeras frustraciones, el entorno se
cierra y para "protegerlo" lo aísla con el lema "no le llevemos malas noticias".
En conclusión, la ilusión de manejar casi la suma del poder público deviene en una decepción cuando se advierte que no sirve para resolver los problemas más urgentes ni para desarrollar transformaciones sistémicas. No depende de las personas, se trata de una cuestión de diseño institucional distorsionada en la práctica por hábitos y costumbres muy arraigados. Que Cambiemos haya tempranamente resignado cualquier pretensión de mejorar en serio la calidad de la política se explica entonces no en el bloqueo de sus adversarios, sino en su decisión de aprovechar el hiperpresidencialismo para estructurar un nuevo proyecto de poder. A pesar de que siempre esto ha fracasado en la Argentina. Las desventajas de gobernar desconociendo las lecciones más elementales de nuestra atribulada historia.