El término "pobreza" constituye un significante difuso y de situaciones socioeconómicas y culturales heterogéneas. En el plano estadístico, la pobreza suele medirse en términos del empleo, el ingreso, la capacidad adquisitiva de bienes básicos como alimentación, vivienda, educación y salud. Indicadores que permiten trazar la línea de pobreza, la de indigencia, las necesidades básicas insatisfechas y el denominado "coeficiente de Gini", etc. Todos ellos indispensables, aunque relativizados por las discrepancias metodológicas entre los evaluadores. Más aún en un país que entre 2007 y 2015 diezmó la principal institución de cálculo. De ahí la necesidad de conjugar los datos con estudios cualitativos e interdisciplinarios procedentes de la sociología, la economía, la historia y la antropología.
Si bien la pobreza es un fenómeno distribuido en todas las edades, se concentra, por razones demográficas, principalmente en niños y adolescentes, mujeres y ancianos. Esta dimensión evoca un cambio cultural profundo en la estructura tradicional de la familia y de sus correlativas solidaridades intergeneracionales. Un poco más de un tercio de los hogares humildes (34%) están a cargo de mujeres. Esta monoparentalidad revela que se trata de un segmento con una alta incidencia de padres abandónicos (30%) a raíz de su desaprensión respecto de sus responsabilidades o de la emigración hacia centros urbanos, en el caso de zonas rurales y de pequeños pueblos.
Un alto porcentaje de las madres son adolescentes que buscan deliberadamente los embarazos para ganar una cierta respetabilidad en medios sociales sumamente patriarcales. No pocos son el resultado de abusos y violaciones que ocurren dentro de la red familiar o parental facilitados por el hacinamiento habitacional. Más de la mitad de esas familias (60%) carecen de cobertura médica. La tasa de escolaridad va descendiendo a partir de la secundaria (83%), aún más en el terciario (35%), conjugándose con el fenómeno de los "ni-ni" (ni trabajan ni estudian) que abarca a aproximadamente un millón de jóvenes (25%), en su mayoría, a su vez, mujeres.
En lo relativo al hábitat y a la vivienda, la mayoría no posee acceso regular a la red eléctrica; el 98% no tiene conexiones a desagües cloacales, sino pozos ciegos sin cámara séptica. La mayoría tampoco cuenta con acceso a la red de agua corriente (95%), sustituida por la de pozos frecuentemente contaminados por el ascenso de las napas. Además, más de la mitad se ubica en barrios cuyas calles se inundan (60%) y por las que no pasa la recolección de residuos por tratarse de asentamientos compulsivos (40%). Al no estar dominialmente regularizadas las tierras, se generan formas de propiedad informal regidas por códigos de convivencia consuetudinarios a cargo de los referentes comunitarios que rigen las compras, ventas y alquileres al margen del mercado formal. La falta de escrituras y de planos, por último, inhibe a los vecinos el acceso a créditos para mejorar sus viviendas o a planes en la misma dirección.
La pobreza supone la subsistencia en la economía informal de changas o empleos transitorios. Las causas de su conformación durante las últimas décadas son múltiples. En el plano económico estructural, la mecanización de las tareas rurales, acentuada desde los años 90, ha alimentado procesos migratorios internos, contribuyendo a la urbanización. Estos confluyeron con los despedidos por la privatización de empresas de servicios públicos que durante décadas oficiaron de empleadoras complementarias de una industria sustitutiva de importaciones estancada desde los años 70. El reemplazo de trabajo por tecnología y la deslocalización global también contribuyeron a incrementar los índices de desocupación y subempleo. La crisis del sistema educativo, por su parte, determinó que la generación de nuevos empleos en los servicios no se ajustara a una oferta de sustitución. Desde fines de los años 90, entonces, se registra el reingreso de muchos desocupados hacia el sector público bajo la forma de empleos precarios -sobre todo en las provincias- y distintas modalidades de subsidios como los planes Trabajar, Jefas y Jefes de Hogar, Argentina Trabaja, etc.
La larga recesión de 1998-2002 hizo trepar los índices del 30% a más del 50%. Luego, en el cénit de la reactivación "productivista", se redujo al punto de partida de la crisis, aunque sin capacidad para perforar el piso del 24%. Hacia fines de la década y al compás del agotamiento de la capacidad instalada durante los 90, el gobierno afianzó los mecanismos administrativos de la pobreza con la novedad inaugurada hacia los años 2000 de su tercerización en favor de ONG como los movimientos de desocupados. La nueva recesión comenzada en 2011, por su parte, volvió a ascender el índice, hasta ubicarlo en las proximidades de un 30%, aunque en términos estadísticos sean datos imprecisos por las manipulaciones arbitrarias de las cifras oficiales.
Algunas concepciones le atribuyen a la pobreza una connotación cultural, a la manera de un estamento cerrado. Se trata de una apreciación sesgada y solo parcialmente verosímil con algunos valores y actitudes de la minoría marginalizada de "pibes chorros" drogadependientes, "sin techo" en situación de calle, limpiaparabrisas urbanos, barrabravas o, en términos más abarcativos y estigmatizantes, "villeros". Esa visión omite el carácter relativamente reciente de la pobreza estructural de la Argentina y su amplia gama de situaciones en las que la mayoría preserva las antiguas aspiraciones de ascenso de la sociedad inclusiva.
Es más, en el extremo opuesto de los pauperizados se destaca otra minoría reciente que, sin salir del todo de la pobreza, ha logrado una mejora de su situación y configura una suerte de nueva clase media baja. Curiosamente, su proximidad física y social con el resto los torna tal vez el sector más crítico del estilo de vida de los subsidiados a los que denominan genéricamente como "la vagancia".
¿Por qué si es tal la voluntad de mejora son tan pocos los que la logran y aun así en una situación crónicamente liminar? Hemos enumerado algunas causas correlativas a la evolución de la estructura económica del país durante las últimas décadas. Pero hay otras, igualmente significativas, de corte político. Entre varias, el fracaso de las políticas asistenciales ensayadas por los sucesivos gobiernos desde 1983 con su correlato de oscuras tercerizaciones de fines electoralmente clientelistas y útiles para llenar las cajas negras de la política. Porque es en torno de la administración de la pobreza que se exhibe la crisis de la gestión del Estado en toda su crudeza: escasa y engañosa información sobre las contraprestaciones de los distintos programas, manejo discrecional y frecuentemente venal de municipios y organizaciones sociales responsables de su ejecución; fallas y corruptelas en los planes de capacitación, etc.
La situación solo será solucionable mediante una nueva y virtuosa burocracia calificada y centralizada capaz de revertir estos manejos, medir resultados de las realizaciones y sustituir las políticas tercerizadoras por otras atentas a la formalización en actividades competitivas aun poco exploradas. Y, lo que es culturalmente más importante, sacar a millones de beneficiarios de la desmoralización del "aspirar" merced a las ambiciosas promesas de los gobiernos y "no poder" frente a la impunidad del manejo de sus agentes e intermediarios.
El autor es Historiador