El presidente francés, Emmanuel Macron, se indignó con Alemania. La jefa del gobierno alemán, Angela Merkel, reveló que su ministro no la había consultado. El Ministro respondió que, para tomar una decisión de ese tipo, él no necesitaba consultarla.
Macron anunció que Francia respetaría el acuerdo sólo por un tiempo, pero el Primer Ministro dijo que se lo respetará hasta el final. Y el ministro de Agricultura francés se declara “encantado” con el voto alemán. ¿Qué cosa ha provocado esta crisis internacional y semejantes convulsiones en los gobiernos de dos potencias? Un herbicida.
Pero no un herbicida cualquiera. La mayor parte de los cultivos, en el mundo entero, crecen al amparo del glifosato. Los agricultores dicen que es insuperable y se niegan a abandonarlo. Sin embargo, se sospecha que envenena el suelo y el agua, esparciendo cáncer.
La sospecha no está confirmada ni descartada, pero la sola posibilidad ha sumido a los gobiernos en vacilaciones, luchas internas y conflictos, al mismo tiempo, con el agro, la industria y la sociedad.
¿Qué es lo que votó el ministro alemán? Que en los países de la Unión Europea se pueda usar libremente el glifosato durante los próximos cinco años. No es una novedad. Se lo ha usado hasta ahora. Pero la comunidad estaba considerando si no había llegado el tiempo de prohibirlo.
Decidirlo requirió dos sesiones. Con el glifosato en el banquillo de los acusados, la primera vez Alemania se abstuvo de defenderlo. En la segunda sostuvo que era inocente.Si hubiera vuelto a abstenerse, hoy el glifosato estaría prohibido en Europa. Pero el asunto no ha terminado. El comité “Stop Cicliphate”, que reúne a 114 organizaciones ambientalistas, ha presentado un petitorio, firmado vía Internet por 1.320.517 europeos, para que el Parlamento Europeo prohíba el glifosato mediante una “legislación especial”. La Unión Europea está obligada a considerar toda petición que reúna más de un millón de firmas.
Claro que la discusión se da en todas partes. Los movimientos ecologistas, y no sólo ellos, llevan adelante una campaña mundial contra el glifosato. Sus denuncias sobre la malignidad del herbicida siembran temor en la gente. Y los políticos no quieren que se los vea a favor de la muerte. En Estados Unidos, las autoridades de California, incluyeron al glifosato en una lista de productos cancerígenos.
Si lo es o no, es algo sobre lo que los científicos no se ponen de acuerdo: 1) La Agencia de Protección Ambiental de los Estados Unidos (EPA) y la Agencia Europea de Sustancias y Mezclas Químicas (ECHA), sostienen que el glifosato no es cancerígeno.
2) La Agencia Internacional para la Investigación del Cáncer (IARC), dependiente de la Organización Mundial de la Salud, tiene al glifosato en su lista 2ª, donde pone los elementos “probablemente carcinógenos para humanos”. Pero en la misma lista está la carne vacuna, lo cual no contribuye a medir el grado de peligrosidad del herbicida. No se sabe a quiénes creerle.
Hay científicos que responden a intereses económicos, principalmente de Monsanto, el gigante norteamericano que descubrió el glifosato y armó un exitoso “combo” con plantas genéticamente modificadas.
Todo herbicida mata --unos con más eficiencia que otros-- la “hierba mala”, dejándoles a las plantaciones todo el terreno a su disposición. Pero algún daño les hacen. Con sus plantas genéticamente modificadas, Monsanto eximió a las plantaciones de cualquier daño, modificándolas para que el glifosato no les hiciera nada. Muchos afirman que ese monstruo multinacional, que luce la bandera norteamericana y en diez años facturó 132.718 millones de dólares, usó su poder para comprar científicos.Ahora sospechan de Alemania, porque Monsanto es parte de la alemana Bayer, que pagó 66.000 millones de dólares para absorber a la norteamericana y crear un emporio mundial de biotecnología.
Claro que los científicos exhibidos por los ecologistas también son sospechados. En este caso, por razones políticas.
En el ecologismo hay, junto con puros defensores del medio ambiente y la salud, sectores anticapitalistas , interesados en atacar un producto para atacar a su fabricante. Es más fácil movilizar a la gente contra el cáncer que movilizarla contra la plusvalía.
Sin embargo, también hay sectores progresistas que discuten con el ecologismo extremo: ése que no sólo lucha contra el glifosato sino contra todo que no sea orgánico. Quienes discrepan con tal radicalismo dicen que la agricultura orgánica es un privilegio de las burguesías urbanas, que a base de teorías no probadas denuestan la química y la biotecnología, sin la cual un tercio de la población mundial se moriría de hambre. En efecto, los fertilizantes, los herbicidas, los plaguicidas, los conservantes y la manipulación genética multiplican los panes. Pero el riesgo de cáncer (verdadero o falso) sigue en pie.
En la Argentina, el glifosato y la soja genéticamente ayudaron a salir de la crisis de 2002: a ellos se debe buen parte de la productividad que permitió multiplicar la exportación de soy y traer una cantidad imprevista de dólares.
Pero el conflicto entre salud y economía perdura. El mes pasado, en Rosario, el Concejo Municipal hizo algo similar a lo de Alemania en la Unión Europea: un día prohibió el glifosato y dos semanas después levantó la prohibición, en respuesta a los reclamos del campo.
Quizás una reunión de Premios Nobel, insospechados de parcialidad, y sobre la base de investigaciones irreprochables, podría poner claridad en la polémica. No la resolvería del todo. Los prejuicios todo lo superan. Pero al menos, se reduciría la incertidumbre y el margen para las manipulaciones, económicas o políticas. Pero si el glifosato produce cáncer, no se puede pagar por el desarrollo con la salud de la población. Habría que encontrar otra fuente de ingresos.
Rodolfo Terragno es político y diplomático. Embajador argentino ante la UNESCO.