La tensión entre empresarios y poder en la Argentina moderna comenzó en el primer gobierno de Perón, cuando el empresariado resistió con valentía sus arbitrariedades y acabó expropiado. Por citar sólo un caso, Bunge y Born, en esos tiempos el mayor grupo empresario de la Argentina y de América latina, a quien amén de despojarlo de su principal actividad se le expropió su sistema de silos y puertos para crear el IAPI, el monopolio estatal de exportación de granos, que terminó en un fracaso de corrupción e ineficiencia.
A partir de aquellos atropellos, el sector empresario quedó "pegado" a la
Revolución Libertadora, y por herencia, a los gobiernos militares que más tarde
accedieron al poder. Así, se ubicó "en la otra vereda" no sólo del peronismo,
sino de los gobiernos popularmente elegidos.
Puede decirse con razón que desde entonces -y usando un calificativo benévolo- no dejó error estratégico por cometer.
En primer lugar, consintió el derrocamiento de Frondizi, el presidente que impulsó más que ningún otro el desarrollo industrial del país. Años después, en tiempos de florecimiento de la guerrilla y ante la amenaza de que la Argentina terminara siendo una nueva Cuba -ese era el objetivo de aquellos jóvenes idealistas-, el empresariado, exhausto por los catastróficos efectos del ciclo Gelbard-Celestino Rodrigo durante la segunda gestión de Perón e Isabel, acabó dándole un apoyo irrestricto nada menos que a la dictadura militar. ¡Terrorífico! Para colmo, esa gestión, en lo económico resultó trágica para los intereses de las empresas argentinas, un eslabón más de la decadencia que arrastró a todos los sectores del país.
Retornada la democracia, el primer gobierno constitucional le pasó factura a la clase empresaria por aquella adhesión a la dictadura. Y si bien durante el menemismo se vivió un clima favorable a la inversión que el empresariado terminó apoyando con fervor, todos los que invirtieron fuerte en esa apuesta la pagaron caro con el derrumbe de 2001 y 2002.
A esas alturas, el empresariado nacional ya era una caricatura de lo que
había sido, esquilmado por tantos atropellos y cambios drásticos de rumbo. Como
colofón, le tocó vivir los dos años de Duhalde y los doce de kirchnerismo, un
período de marcado sesgo antiempresario. ¿Qué fuerzas podrían quedarle para
hacerse el valiente?
Sólo el campo podría hacer frente a la omnipotencia del Estado y eso por una característica particular del sector: está conformado por cientos de miles de productores.
En las actividades industriales la concentración hace muy fácil la acción del Estado para hacerle la vida imposible a una empresa y llevarla a la ruina. En este contexto, un caso especial de valentía les cabe a los medios LA NACION y Clarín -especialmente ante el ensañamiento feroz con este último-, que soportaron estoicamente el embate de un gobierno artero y con vocación hegemónica que pretendía un periodismo sumiso y a su exclusivo servicio. Pero ¿cuánto les costó a esas empresas esa lucha? ¿Cuántos años perdieron de evolución en sus negocios?
Es encomiable en estos días el esfuerzo de las actuales autoridades por demandar al sector empresario inversión, porque son conscientes de que no alcanza sólo con la inversión pública para destrabar el estancamiento estructural de la Argentina. Pero el Gobierno también debe comprender que no es fácil invertir con esta brutal presión impositiva, con el sistema laboral-jurídico-sindical existente y con la pobre infraestructura del país, una realidad que el actual gobierno heredó y está tratando de revertir.
Visto desde otro ángulo, no se trata tanto de una cuestión de valentía o de cobardía, sino de responsabilidad. La mayoría de las grandes empresas nacionales, llámense Techint, Bridas, Arcor y tantas otras, están conducidas por ejecutivos que, además de dueños en una parte, son también administradores del patrimonio de otros accionistas. Y responsables de los miles de puestos de trabajo que de esas empresas dependen. No pueden darse el lujo de envalentonarse para enfrentar a un poder infinitamente más fuerte y poner en riesgo de dilapidación un patrimonio que les fue encomendado en custodia. Y que en el enfrentamiento, quienes tienen las riendas de aquel poder no sólo cuentan con el peso de la voz oficial del Estado para relatar su punto de vista, sino que no comprometen en esa lucha un solo centavo de capital propio.
Convengamos también que como resultado de tantos fracasos y desaciertos, el empresariado no goza de la mejor imagen ante la sociedad.
No existe explicación más fácil de comprar para la opinión pública que culpar al empresariado de cualquier suceso negativo que afecte a la comunidad, sea la suba de precios, el desabastecimiento, la baja calidad de los productos, la deficiencia del servicio, accidente laboral o salarios que no alcanzan, sin tener en cuenta los contextos y las limitaciones con que deben operar muchas veces las empresas en la Argentina.
Esto no quiere decir que, en muchas circunstancias, los señalamientos contra las empresas no sean totalmente válidos. Y ni que hablar de los casos en los que fueron partícipes o cómplices del saqueo al país durante el kirchnerismo.
Además, como en todas las actividades, hay empresarios y empresarios. Pero sobre todo, ha habido una falla comunicacional. No se supo trasmitir lo vital que es para el conjunto de la sociedad el rol del empresario. Gestionar cualquier empresa, por más simple que parezca, es una tarea compleja. Hay empresarios que triunfan y otros que se funden y pierden su capital. Y es necesario entender que así como en el caso del sacerdocio, en el que la vocación es pastoral, en la medicina lo es sanar el cuerpo o en el deporte es ganar, hay que entender y aceptar que la chispa movilizadora del empresario es el lucro. Persiguiendo ese fin, se genera riqueza y se crean empleos, lo que beneficia al conjunto de la sociedad.
Un capítulo aparte merece el caso de aquellos que sin ser empresarios usurpan ese rol -un empleado de banco, por caso-, se hacen cargo de empresas constructoras fruto de la extorsión y el robo desde el Estado, y a pesar de gozar de la concesión de contratos a precios absurdos y del más absoluto apoyo oficial las llevan todas a la quiebra, con el perjuicio que eso implica para la comunidad en todos los sentidos, porque no es lo mismo una empresa en funcionamiento que miles de desempleados y máquinas abandonadas que se deterioran y se vuelven obsoletas.
A mediados del siglo XX el empresariado argentino estaba, si no a la cabeza, como mínimo a la par del empresariado de México y de Brasil. Y hoy no debe representar ni por asomo la décima parte del empresariado de esos países. Como contraparte de la expansión del Estado, se contrajo como casi todos los sectores del país.
El autor es empresario y licenciado en Ciencia Política