En el marco de la cumbre de la OMC que se celebrará en Buenos Aires entre el domingo y el miércoles próximos, se definirá si el Mercosur y la Unión Europea firman, después de 22 años de negociación, un Tratado de Libre Comercio. Sería una novedad de largo alcance. Transcurridos 10 años, ambos bloques integrarían un área en la que el 95% de los bienes se podrían intercambiar sin barreras arancelarias.
Esa posibilidad tiene significados particulares para cada uno de los actores.
Para el gobierno de Mauricio Macri sería una palanca inapreciable. Macri está
empeñado, por convicción y por necesidad, en reducir el nivel de protección del
mercado interno, que en algunos sectores es extraordinario. Un tratado
internacional le permitiría forzar una apertura paulatina, reduciendo el costo
del enfrentamiento con empresarios y sindicalistas afectados. La liberalización
sería presentada como un compromiso con terceros.
Las conversaciones chocaron, en el tramo final, contra el obstáculo de siempre: la carne. Es un problema que tiene su raíz en Francia. El proteccionismo agropecuario de ese país hace que la oferta de los europeos se vuelva inaceptable para los ganaderos del Mercosur.
Las dificultades con la carne son históricas. En 2004 Europa, que todavía
contaba con sólo 15 miembros, ofreció comprar 100.000 toneladas por año. Las
tratativas se suspendieron. Pero se estableció que el acuerdo debería ser
superior al 90% de los productos y también a la oferta que se estaba formulando
en ese momento.
En 2010 hubo un intento de retomar las conversaciones, durante la cumbre entre Europa y América latina de Madrid. Pero los contactos recién se reanudaron el año pasado. Los nudos a desatar eran dos: carne y etanol. En el caso de la carne, trascendió que la oferta fue inferior a la de 2004: entre 78.000 y 85.000 toneladas. El dato se filtró y la Unión postergó la propuesta. Sus ministros de Agricultura presionaron y, en un mes, consiguieron que esa pequeña cuota sea retirada. La negociación entró en otra crisis.
Los europeos pidieron que pasaran las elecciones alemanas para volver a
discutir. A fines de octubre pasado, ofrecieron 70.000 toneladas de carne. Menos
que la peor versión del año anterior. ¿La excusa? Ya no está el Reino Unido. El
Mercosur, sobre todo Brasil, puso el grito en el cielo.
A comienzos de noviembre último, el vicepresidente de la Comisión de Comercio europea, el finlandés Jirky Katainen, visitó Brasilia y Buenos Aires. Los brasileños, que por su escala productiva son los más exigentes, le pidieron un cupo de alrededor de 280.000 toneladas. Para comprender la divergencia: los europeos están dispuestos a abrir entre el 1,3% y el 1,5% de su mercado de carnes. El Mercosur pretende alrededor del 3%.
Esta diferencia está sometida a la presión de varios intereses estratégicos. Se notó en la última reunión de líderes de la Unión Europea. El francés Emmanuel Macron pidió incorporar el acuerdo al orden del día. Sus colegas se lo negaron y, durante la cena, le plantearon la necesidad de que las negociaciones sean exitosas. Macron está en una contradicción. Es un liberal que defiende el proteccionismo. Sus límites son Angela Merkel y Mariano Rajoy, principales abogados europeos del tratado. Merkel es, por supuesto, decisiva. Además de ejercer el liderazgo más poderoso, los presidentes de las comisiones de Comercio y Exteriores del Parlamento Europeo son alemanes. El acuerdo debe obtener acuerdo parlamentario. Una versión insistente dice que desde esas comisiones le hicieron saber a Cecilia Malmström, la comisario de Comercio de la Unión, la necesidad de que el tratado se firme en Buenos Aires.
La sueca Malmström, responsable directa desde el lado europeo, está interesadísima en hacerlo. Conoce la reticencia de los franceses. Pero prefiere mostrarse preocupada por las pretensiones brasileñas. En Europa se quejan de que Brasil haya encomendado la negociación a un técnico de su cancillería, Itamaraty. Se trata de Ronaldo Costa, un especialista involucrado en las tratativas desde hace años.
También Macri sospecha que, desprovistas de la suficiente presión política, las conversaciones queden bloqueadas por la inercia burocrática de los meticulosos diplomáticos brasileños. Ansioso, hace tres semanas llamó por teléfono a Michel Temer para hacérselo saber.
En Itamaraty no responden con un argumento técnico, sino político: "Si firmamos algo insatisfactorio, no conseguiremos que lo aprueben en el Congreso, donde la presión del sector agropecuario se hace sentir". Es la misma excusa que presentó el embajador francés en Buenos Aires, Pierre Guignard, en la entrevista que publicó LA NACION el lunes pasado. Aunque, en el caso de Guignard, algunos de sus colegas europeos percibieron un matiz: "Antes decía que no estaban dadas las condiciones para acordar. Ahora avanzó un paso y advirtió que lo que se acuerde podría ser rechazado por el Parlamento", apuntó uno de ellos, ante este diario.
La aprobación legislativa no preocupa sólo en Europa o en Brasil. En Buenos Aires ya funciona un sigiloso movimiento para impedirla. Lo encabeza la industria farmacéutica, que recurrió a los servicios de un experimentado ex diputado.
Malmström sabe que su problema no está en Brasilia, sino en su propio frente interno. Debe convencer a los ministros de Comercio, sus mandantes. Pero también a su par, el comisario agrícola, el irlandés Phil Hogan. Disimulada detrás de Francia, Irlanda tampoco quiere firmar.
Malmström, Katainen y la representante de Relaciones Exteriores de Europa, Federica Mogherini, quieren regresar de Buenos Aires con un acuerdo.
Suelen quejarse de que los empresarios que se beneficiarían no se hacen escuchar. Tal vez se deba a esa protesta la carta que envió a Malmström la organización de empresas Business Europe, alentando la firma del tratado.
En Buenos Aires debería presentarse la oferta final. Si resulta aceptable, se firmaría el acuerdo. Malmström pretende ponerlo a consideración de los ministros de Comercio de su bloque, que participarán de la cumbre de la OMC. Sus colegas del Mercosur le adelantaron que ese trámite no está contemplado en el ritual.
Si la oferta europea no fuera satisfactoria para el Mercosur, está contemplado que se firme un acuerdo "político", declarando que se coincidió en liberar el 85% de los rubros económicos, y que el resto se terminaría de discutir en un par de meses. Es una forma de disimular un fracaso.
Para que el convenio comience a regir deben aprobarlo los parlamentos. El europeo ha seguido las negociaciones desde cerca. El ponente del tratado es Ignacio Salafranca, un español que conoce bien lo que se discute: además de ocupar una banca en Estrasburgo desde 1994, fue embajador de la Unión Europea en la Argentina entre 2015 y 2017.
El tratado puede ser estimulante para Europa. Sería un éxito de líderes aperturistas, que discuten con sus propias oposiciones internas, en general proteccionistas, y que han sido desafiados por el repliegue anglosajón. Con la llegada de Donald Trump al poder, Estados Unidos interrumpió las tratativas para un entendimiento similar. Y Gran Bretaña, en junio del año pasado, abandonó la Unión.
En el caso de Trump, su gobierno podría dinamitar la cumbre de la OMC, que presidirá Susana Malcorra, negándose a integrar los paneles de resolución de controversias. Merkel celebraría la firma de un tratado europeo de libre comercio, en el mismo lugar, al mismo tiempo.
Europa ha cerrado asociaciones comerciales con México, Canadá, Japón, Singapur y Vietnam. La que se negocia con el Mercosur equivaldría, por el volumen de intercambios, a 7 veces la de Canadá y 5 veces la de Japón.
Para el Mercosur sería una extraordinaria novedad. Es un bloque muy aislado, que compite en desventaja con países como México. Por eso, para muchos funcionarios argentinos, la negociación es intrascendente. Ellos creen que un acuerdo en el que Europa no conceda nada sería mejor que el encapsulamiento actual. A los ojos de Macri, además, el tratado cumple con una condición indispensable: es gradualista. En estos días, se le escucha repetir: "Si en 10 años los empresarios no pueden competir, entonces este país está perdido".