Ganó Cambiemos. Y ganó muy bien, lo que respalda la opinión de nuestros colegas Martín DAlessandro y Ana María Mustapic: hoy estamos en presencia de "una sólida reconfiguración del arco no peronista", que, debido a su condición minoritaria en el Congreso, debe buscar "la cooperación" de otros legisladores para impulsar reformas. Pese a un notable aumento de diputados y senadores, Cambiemos aún está obligado a concertar leyes.

Éste es el cuadro de partida, reforzado por el hecho de que Cambiemos ha consumado la proeza de convertirse, en muy breve lapso, en un partido nacional. Apoyado en estos resultados, el presidente Macri propuso el lunes pasado la apertura de un ambicioso período de "reformismo permanente". Hacía tiempo que no se escuchaban estos reclamos a favor de una voluntad reformista que no fuese tributaria de la imposición, sino del acuerdo. Pero un acuerdo exige tener en claro que no todo el espectro político estaría incluido en esta empresa y que tampoco el país entraría, como por arte de magia, en una temporada bendecida por la concordia.

Más que eso, el acuerdo (que, en rigor, sería una suma de acuerdos sobre materias atinentes a las reformas tributaria, laboral, electoral, judicial y educativa) debería entenderse como un proceso racional para apuntalar dos coaliciones. Primero, una coalición compacta dentro de Cambiemos, afianzando de este modo una confianza interna que ya ha dado muestras de afrontar con efectividad la contestación política y social. Segundo, una coalición más laxa con asiento en un trípode: el Congreso, el régimen federal de las provincias y las organizaciones sociales, empresariales y sindicales.

De la consistencia de la primera y de una oferta de gobernabilidad, que no desfalleció en estos años conflictivos, depende la conformación de un arco moderado para avanzar con temperamento reformista y soportar un embate reaccionario que, por lo que parece, está para quedarse. Esto es en parte producto de una polarización, ampliamente redituable para Cambiemos, que conlleva el precio de depositar varios millones de votos en un polo contestatario, típico por lo demás de lo que hoy sucede en no pocas democracias occidentales.

Éste es el polo multifacético que representa Cristina Kirchner en el conurbano bonaerense: un carisma declinante que contrasta con el carisma exitoso de María Eugenia Vidal, gran electora de los candidatos bonaerenses de Cambiemos; una deslegitimación constante del adversario concebido como enemigo sin reconocer a quienes triunfaron (en la noche del domingo CFK dijo que la ganadora era ella gracias a que sus votos habían crecido); una apuesta, en fin, por la política de lo peor a la espera de que un rotundo fracaso económico le asegure volver en 2019.

La dialéctica de la polarización reafirma pues el liderazgo de Cambiemos, pero no termina de conformar un régimen político con sustento en una oposición leal y responsable: perdieron los referentes de un posible peronismo republicano; mantuvieron su posiciones las oligarquías oscilantes de provincias que compran votos y reproducen su hegemonía; persiste en el conurbano y en la Capital Federal un volumen de votos importante con capacidad de movilización en el espacio público. En síntesis, hoy la oposición más fuerte es reaccionaria y contestataria. De aquí la importancia que revisten tanto el comportamiento de los gobernadores peronistas como el de los intendentes del conurbano que, tal vez, estén buscando, como reza el Martín Fierro, otro "palenque donde rascarse".

¿A qué obedecen estas tendencias que, aun frente a la derrota, se resisten a dejar la escena? Por cierto, a la necesidad de buscar fueros frente a los juicios de corrupción (aunque no parece que a De Vido le hayan servido de mucho). Un rasgo saliente de estas elecciones nos advierte que al electorado no solamente lo mueve el bolsillo. A la luz de la victoria de Elisa Carrió en la ciudad de Buenos Aires, es también relevante la emisión de un voto de carácter ético que condena la corrupción y, de paso, demanda a los gobernantes en funciones más transparencia.

No obstante, sobre este umbral mínimo de decencia, sigue haciendo de las suyas otro concepto ético intrínseco a la democracia. Porque, en definitiva, una democracia no sólo supone una ética de la victoria, sino también una ética de la derrota. Saber ganar es fácil; más complicado es saber perder, porque se acepta la legitimidad de las reglas de la competencia electoral. Esta última dimensión aún no la hemos interiorizado del todo en nuestra democracia. Y si bien algunos exponentes de la oposición saludaron a los vencedores, los contestatarios se replegaron tras un resentimiento que no admite derrotas.

La novedad de esta Argentina política en ciernes es que esa visión reaccionaria no ha cuajado en ningún gobierno, sea nacional o provincial, pero ello no invalida el hecho de que nuestra constitución política esté todavía cruzada por interpretaciones antagónicas acerca de su fundamento y finalidad. En teoría, todos aceptan la Constitución que nos rige; en la práctica, empero, el conflicto es más agudo. Por tanto conviene atender la antigua lección de la Política de Aristóteles: "Se debe velar para que la parte de la población que apoya la Constitución sea mayor y más fuerte que la que no la quiere".

Es posible conjeturar que, luego de estos comicios, la mayor parte de nuestra ciudadanía apoya una interpretación constitucional que despeje los signos de un pasado corrupto y prepotente que no hizo más que profundizar la decadencia. Sin duda es posible, siempre que esta voluntad reformista logre superar los tremendos condicionamientos estructurales que nos agobian desde hace décadas.

En este sentido, el combate que se impone para reformar una economía insuficiente, salvo en pocos sectores, incapaz de generar y distribuir riqueza y de inyectar en la Argentina dinamismo exportador, con una moneda sana y una fiscalidad acordada entre la Nación y las provincias, es una deuda tan vetusta como los ciclos en los cuales se sucedían entusiasmos y fracasos (los he vivido desde hace más de sesenta años y puedo dar fe). En el ejercicio de esta ciclotimia somos maestros; en el arte de salir de esos pozos depresivos somos ignorantes.

La novedad que traen estos años tiene un cierto aire de madurez que, sin embargo, no debe olvidar las lecciones de esos abruptos ascensos y descensos que nos proporciona una lectura de la historia. ¿Cuántas veces hemos escuchado que esta vez va en serio y que la Argentina está a punto de alcanzar la cumbre? ¿Cuántas "nuevas Argentinas" hemos inventado al calor de coyunturas favorables de corta duración, que de inmediato se desvanecieron?

Tal vez, gracias a este sentimiento de más en más compartido acerca de un país declinante, podamos comprender que deberíamos acelerar la marcha para no caer en las mismas trampas. Por este motivo, el arco moderado de concertaciones y acuerdos es indispensable. El asunto consiste en saber si podremos pasar de lo indispensable a lo factible. Por ahora los síntomas son favorables, lo que permite dar el puntapié inicial de un reformismo que no tiene largos plazos para madurar debido al intenso ritmo electoral de nuestras elecciones bienales. Por eso la importancia que cobran los meses venideros y el próximo año.