Un hombre de incuestionable fe cristinista, como Luis DElía, acaba de admitir que su jefa política está perdiendo las elecciones en el inexpugnable bastión bonaerense. Una confesión sorprendente (¿una muestra de debilidad?), en medio de una batalla electoral cada vez más radicalizada. Idéntica desesperación se deja ver en la reciente carta abierta de Cristina Kirchner en la que hace un llamado a la unidad a la "sensibilidad opositora". Esta vez, el Gobierno coincide con ella. Maneja encuestas que la dan perdedora por un margen de entre tres o cinco puntos. Si ese resultado ocurriera, un polo de la grieta perdería potencia y el escenario político argentino giraría de nuevo.
Atento a ese cambio cultural y político -una Cristina derrotada, por primera
vez, en las urnas-, un sector del Gobierno estudia la puesta en marcha de un
programa de "despolarización". Una suerte de desintoxicación para sanar la
grieta que está siendo probada en otras sociedades atravesadas por la misma
herida. Una herida que el Gobierno también se ha encargado de ensanchar y que le
ha traído más satisfacciones que disgustos.
Pero si Cristina finalmente es derrotada en octubre, el jefe de Gabinete, Marcos Peña, ya le dio luz verde al ministro de Cultura, Pablo Avelluto, para estudiar y poner en práctica un esquema similar al que están llevando adelante las organizaciones de la sociedad civil norteamericanas, desde la irrupción del fenómeno Trump. La ONG Better Angels es una de las pioneras. La nueva estrategia consiste en sanar el miedo, un componente crucial en la lógica de la polaridad. "No se trata de ser los más antikirchneristas, sino de gobernar bien", alecciona el segundo hombre fuerte del Gobierno. En el macrismo creen que están mejor posicionados que otras fuerzas políticas para semejante desafío: entre nosotros no hay dogmas de fe, se autodefinen.
No somos una rareza planetaria, tal como nos gusta pensar. La polarización
funciona de modos parecidos en la Argentina, Venezuela, España o Estados Unidos.
La atribución de un poder o una intencionalidad maligna a Trump o a Obama,
depende del lado de la grieta donde se esté ubicado, es similar al mecanismo que
el kirchnerismo emplea con Macri o el núcleo duro anti-K con Cristina. El
trumpismo ha ganado, en parte, agitando el pánico a un aluvión inmigratorio o al
fantasma de la socialización del sistema de salud.
Para después de octubre, con una autoestima política más elevada, el Gobierno también trabaja en lo que, por ahora, despunta como una idea hermanada con la anterior: nadie detenta el monopolio de los derechos humanos, que simbólicamente parecen estar en manos del kirchnerismo. Es una de las dolorosas lecciones que el caso Maldonado le está ofreciendo al oficialismo.
No es la única.
La grieta enceguece. Deja ver algunas partes de la realidad, pero tapa otras.
El oficialismo maneja encuestas en la provincia de Buenos Aires en la que los
votantes K "no ven" las nuevas obras de infraestructura que el Gobierno está
impulsando en su propio territorio. Es la misma ceguera que, ante la
desaparición de Maldonado, llevó al Gobierno a exculpar rápidamente a la
Gendarmería aferrado a la hipótesis de que el kirchnerismo buscaba
desestabilizarlo inventándole un desaparecido. Hoy paga el costo: la teoría de
que el artesano fue golpeado por esa fuerza de seguridad, a orillas del río
Chubut, se robustece con el paso de las horas.
Asumir una identidad -"soy K" o "anti-K"- presupone aceptar dogmas, pertenencias
y lealtades. Si un integrante del gueto sale del dogma, puede ser considerado
como un tibio por el núcleo duro. El problema de los dogmas es que estrechan el
pensamiento y, a la larga, terminan falseando la verdad.
¿Resolver la grieta es uniformar el pensamiento? No se trata de anular la diversidad, pero sí de otorgarles valor a las ideas del otro polo. En la Argentina se ha llegado al extremo de vaciar de legitimidad cualquier idea del kirchnerismo o del macrismo. La creencia de que Macri es la dictadura, cocinada en el caldo del resentimiento político K, se explica a partir de esta fuga de la realidad.
¿Cuándo se vuelve productivo un pensamiento? Cuando empezamos a cuestionar nuestras certezas en lugar de tomarlas como inamovibles verdades. Finalmente, de ambos lados de la grieta existe una "ideología" que no deja de ser un sistema de creencias. Acercarse a esa meta es difícil en tiempos de redes sociales, donde la guerrilla cibernética transforma el territorio tuitero en un aula sin profesor invadida por un bullying impiadoso. En twitter, los universos no se tocan y, cuando lo hacen, es para acuchillarse verbalmente.
¿Qué sería, entonces, sanar la polaridad? Se trata de generar espacios de "desacuerdo productivo". O de conversación despolarizada. "Que yo diga lo malo que es el otro no me hace más bueno a mí", reflexiona el ministro de Cultura, que está pensando en promover diálogos entre gente común, ubicados a ambos lados de la grieta: estudiantes, amas de casa, empleados.
Experimentamos una violación de cerebro cuando, desde la tribu "enemiga", nos atribuyen intenciones malignas, basadas en conjeturas falsas o verdades a medias. Pero también nosotros practicamos esa violación caricaturizando al otro polo. En el juego de la polaridad, a veces somos víctimas y otras, victimarios. Una dinámica que el norteamericano Jonathan Haidt, especializado en decodificar la psicología tribal de la política, ayuda a identificar.
Pero, ¿cómo se debate un tema despolarizándolo? "Desarmando tus prejuicios -explica, Avelluto-. El debate sobre si está bien o mal llevar el caso Maldonado a las escuelas es un buen ejemplo. De un lado creen que no se debe tratar porque lo identifican con un adoctrinamiento; del otro suponen que hay que tratarlo para dañar al Gobierno. ¿Cómo no tratar con los chicos un tema que es de interés público? El punto es tratarlo, pero sin sentar una posición oficial en el aula."
La política tribal, tal como se da en la grieta, es profundamente emocional. "Primero soy emocionalmente de izquierda o de derecha y después me entero de qué tengo que leer para revestir esas emociones primarias con razonamientos", es una máxima de la filosofía duranbarbista. Por eso, la polaridad es siempre defensiva. Simplifica. Transforma al otro polo en un estereotipo. Una práctica que se ve reforzada cuando socializamos con gente que se nos parece y que, durante la lucha electoral, se extiende y se radicaliza.
¿Se puede ser macrista y buena persona? ¿Todos los kirchneristas son corruptos? ¿Hay macristas con sensibilidad social? ¿Se puede querer a un kirchnerista (o a un macrista), a pesar de que pensemos diferente? Preguntas que parecen simples, incluso banales, pero que apuntan al corazón más emocional de la grieta.
La práctica de la diversidad, en una sociedad democrática, no se basa en que todos pensemos igual, sino en ganar más espacios de realidad compartida, partiendo de la premisa de que podemos conversar, sin convertir al otro en un enemigo irredimible.