Como escribió Tom Wolfe: "Los que no tienen lo que hay que tener". Por supuesto: no tuvo el mismo costo denunciar antes a Néstor Kirchner, Cristina Fernández, sus ministros y sus empresarios amigos que hacerlo en la actualidad. Cristina enviaba a la AFIP y ordenaba el quite de la publicidad a los medios y periodistas críticos. Además mandaba a llamar a los dueños de los diarios, las radios y los canales para pedir la cabeza de los colegas que la criticaban e investigaban.
Uno de los más brutales fue el de Marcelo Longobardi. Durante muchos años, el matrimonio Kirchner presionó a Daniel Hadad para domesticar, disciplinar o echar al entonces conductor de Radio 10. Hadad resistió la presión hasta que pudo. Entonces la ex presidenta instruyó a sus empresarios amigos, Cristóbal López y Fabián de Sousa, para que le hicieran a Hadad una oferta "irresistible". Una propuesta de compra no exenta de amenazas y ataques con armas de fuego. El final de la película es bastante conocido. Los hombres de Cristina terminaron echando a Longobardi y al mismo tiempo empezaron a desarmar Radio 10, que hoy sobrevive gracias a su desmesurado perfil hipercristinista, ayudada por la implosión de Radio del Plata.
El intento de sacar a Longobardi de la cancha les costó a López y De Sousa 50 millones de dólares. Encima, les salió el tiro por la culata. Porque potenciaron a Longobardi y también a Radio Mitre. Ahora es más fácil ser o "pasar" por crítico e independiente. Si un periodista o un medio critica, denuncia o incluso descalifica a cualquier funcionario del Gobierno, no va a tener graves problemas. Mejor dicho: no los va a tener por lo menos por ahora. Incluso, C5N, el canal donde Cristina se autoentrevistó, recibe más publicidad oficial que otras señales que son más importantes o más influyentes. Ciertos analistas de medios no comprenden cómo el gobierno de Macri puede ser "tan generoso". Desconfían. Suponen que el oficialismo lo hace para potenciar "la grieta".
Como sea, tampoco a este gobierno le gusta que lo critiquen. Y menos que
denuncien a sus funcionarios. La reacción contra los colegas que se atrevieron a
informar sobre Gustavo Arribas, Angelo Calcaterra, el escándalo del Correo y los
hombres de Cambiemos mencionados en los Panamá Papers es, puertas adentro del
Gobierno, de desprecio y descalificación, aunque se cuidan muy bien de no
hacerla pública ni ostensible. Seguramente lo harán sin disimulo en un tiempo
más. Pronto, los mismos funcionarios que hoy valoran a muchos colegas mañana los
despreciarán. Y los nuevos "trolls" oficialistas, cuando empiecen a notar que
también a los hombres de su gobierno los criticamos y los denunciamos,
escribirán: "¿Qué le pasó al periodista X?, ¿se dio vuelta?".
La agresiva persecución de Néstor y Cristina a los medios críticos, sumada al evidente cambio de vínculo del actual gobierno con la prensa, determinó el resurgimiento de lo que en las redes sociales se denomina, no sin ironía, periodismo de Corea del Centro. En los últimos días, sin entender del todo a qué me refería, el CEO de Perfil, Jorge Fontevecchia, reivindicó a los profesionales enrolados en esa tendencia. Confundió a los periodistas de "así como te digo una cosa te digo la otra" con el periodismo "anticíclico" que dice él practicar en sus medios. Hay una diferencia básica entre los primeros y los segundos. Los primeros buscan "compensar", como sea, los pecados del anterior gobierno con los del actual. Los anticíclicos, a mi entender, son quienes se atreven a denunciar y criticar por encima del "optimismo" imperante.
En la era de la posverdad o de la verdad alternativa, se suele confundir el periodismo militante con el profesional coherente que informa e investiga y que opina con pasión. Al final, lo que pone las cosas en su lugar es siempre el tiempo.
Pero los periodistas argentinos, además, estamos atravesados por complejos fenómenos que hacen más apasionante el desafío de ejercer el oficio. Los cambios en las audiencias, las nuevas tecnologías, los enormes conflictos de intereses y la relación con los dueños son los más notables. Por desgracia, ya no existen los grandes editores que imponían respeto con su sola presencia en las redacciones. Ahora cualquiera se siente con autoridad para decir cualquier cosa sólo por el puesto que ocupa de manera transitoria o porque, sencillamente, alguien lo puso ahí y tiene la obligación de tomar decisiones. No son momentos de gloria. Aun así, el periodismo sigue siendo el oficio más lindo del mundo.