Entre las series que han invadido nuestras vidas, en las de trama política nunca faltan periodistas en roles principales. Si en la vida real, el periodismo se siente un poco marginalizado, en House of Cards, en Scandal, Marsella o en Superviviente designado, los periodistas son actores permanentes e influyentes, a quienes los políticos temen, sufren e intentan utilizar en distintas dosis.
En la no ficción pasa lo mismo. Y por eso a veces los gobiernos tienen la
tentación de anular a ese actor molesto, demonizarlo y derribarlo del escenario.
Si Cristina Kirchner tenía 6,7,8 para la demolición de reputaciones
periodísticas, Donald Trump tiene Breitbart News, un sitio digital de donde sacó
a una de sus espadas ideológicas principales, Stephen Bannon, y le creó un nuevo
puesto en la Casa Blanca, jefe de Estrategia.
Pero los presidentes kirchneristas y Trump, entre otros, no fueron originales.
Intentar definir al periodismo profesional como enemigo político es tan viejo
como el periodismo profesional. En nuestro país, a esa acusación la podemos
rastrear desde fines del siglo XIX, cuando el periodismo comenzó a considerarse
una profesión.
El presidente Trump estrenó una retórica enemiga del periodismo que, según
dijeron en la última reunión de la Sociedad Interamericana de Prensa, "no tiene
precedentes" en ese país, y eso puede influir sobre la protección que los jueces
y los funcionarios federales realicen del espíritu de la Primera Enmienda. En
nuestra América no nos vamos a asustar por eso. El ranking del agravio contra
los periodistas posiblemente lo lidera el ex presidente ecuatoriano Rafael
Correa, seguido de cerca por los últimos presidentes venezolanos y argentinos.
El nicaragüense Daniel Ortega también está muy activo en la competencia. Y en
Bolivia, Evo Morales rotula a los medios como el cartel de la mentira y su
gobierno realiza producciones audiovisuales contra ellos. Incluso entre sus
seguidores se argumenta que, por ese rol de los medios, habría que hacer otra
vez el referéndum electoral que Morales perdió en febrero de 2016, donde se
cerró la posibilidad de su reelección. Acabo de regresar de Bolivia y me dijeron
que no hay que descartar nada.
Pero lo que ocurra en Estados Unidos es importante para nosotros. Y hoy, en el Día Mundial de la Libertad de Expresión, es bueno recordarlo. La Primera Enmienda de la Constitución de Estados Unidos defiende una profesión en el mundo y no sólo a los periodistas de ese país. La evolución histórica convirtió a los periodistas de Estados Unidos en la vanguardia profesional. Hasta hace algunas décadas, el periodismo francés aparecía como un modelo alternativo, pero ya no. El mundo periodístico es unipolar.
En una de las contribuciones al anuario del Comité de Protección de Periodistas, una de las principales organizaciones de defensa de periodistas del mundo, se sugiere que la situación de la prensa en Estados Unidos se puede volver similar a la que sufrió en los Estados del sur durante el conflicto por los derechos civiles de los afroamericanos, cuando una coalición de funcionarios, jueces, policías y ciudadanos acosaba a los medios.
En el contexto internacional, tampoco suma para construir un ambiente más propicio para el periodismo el ascenso de Rusia y China; al menos, la estrella cubana se opaca y el líder regional del progresismo hacia atrás no sigue contribuyendo en el barrio a debilitar los principios democráticos.
Los gobiernos tienen el derecho de cuestionar a los medios y a los periodistas, pero no de agraviarlos ni de tomar represalias contra ellos. Por supuesto, siempre hay que tener en cuenta que la palabra gubernamental referida a un medio o a un periodista es estruendosa, puede ser pesada y estigmatizante, y que algunos medios y periodistas pueden razonablemente autocensurarse para evitar una descalificación pública. El respeto institucional exige cuidado en la gestión de esa palabra oficial, para no promover una situación de autocensura que puede restar buena información y opinión al debate público.
El tic habitual de calificar a los medios como "partido de la oposición" es una forma de instalar públicamente una segunda intención en el trabajo periodístico, y por lo tanto restarle credibilidad. Pero esto forma parte de las reglas del juego de la deliberación democrática. El periodismo no puede esperar criticar sin ser criticado.
Su salvaguarda es permanecer en el corralito de la profesión. El periodismo tiene que hacer un trabajo mayor en ser explicativo y reducir al mínimo los adjetivos en sus áreas informativas. No necesitamos una avalancha de adjetivos denigratorios sobre Trump y sus políticas públicas. Se necesitan hechos, explicaciones, contexto, en suma, periodismo. A mí me encanta insultar a la gente que me insulta, pero eso no es periodismo. Como persona me sentiría mejor, pero la vida pública estaría peor. Y no se puede ser al mismo tiempo periodista en la redacción y barrabrava en las redes.
El populismo destruye los matices, el periodismo los recupera. En este contexto, rescatar los matices no es una expresión de tibieza de carácter, sino de plena confianza en la verdad, que es el primer mandato de un periodista. Una práctica habitual de un periodismo polarizado y populista es que se comunica con su audiencia a través de implícitos. No requiere explicar los adjetivos con los que denigra a sus opositores, se dan por explicados, pues nuestro público los aprueba sin cuestionar. La audiencia nos entiende. Eso no hace más que agrandar la fosa con aquellos que están en el bloque opositor, y ratifica su masividad.
Así, a los medios profesionales se les va bloqueando el acceso a los sectores moderados del gobierno y eso arranca una espiral de endogamia que no para de crecer. La grieta no es sólo de empatía, sino también de conocimiento. No sólo crece el odio mutuo, sino la ignorancia mutua. Y cuesta distinguir quién es más populista, ¿el gobierno o el periodismo? Y esa es la degradación completa del lenguaje democrático, un verdadero laberinto para el ciudadano. Y si también éste se enfervoriza en el populismo -que es lo más frecuente-, ya estamos ante un Triángulo de las Bermudas de la verdad, donde el gobierno, los medios y los ciudadanos son todos cómplices de la venta y el consumo masivo de pescado putrefacto. Como tantas cosas que nos ocurren como sociedad, somos semivíctimas y semivictimarios.
La polarización es funcional a las redacciones feedlot, donde todos -no sólo los editores- pasan su día laboral frente a una computadora, tratando de remar las permanentes olas de interés de la audiencia digital. El lugar de un cronista es la calle, su estado es la movilidad. La verdad no llega a las redacciones por arte de magia, hay que salir a buscarla. Si el cronista no sale a la calle, ¿qué lo diferencia de un tuitero?
El periodismo de los Estados Unidos tiene una cultura de la autocrítica que permite ajustar su práctica según las necesidades de la vida pública. Eso no le evita equivocarse, pero el proceso de corrección está siempre en marcha.
Al sur del río Bravo, ese proceso está todavía incipiente.
El autor es Profesor de Periodismo y Democracia en la Universidad Austral. Su último libro es Guerras mediáticas