No hubo nada novedoso en las recientes elecciones de Tucumán y Chaco salvo la
indignación que generaron. Cayó el velo, y la ilusión democrática de 1983 se nos
revela en su actual viciosa fealdad. El diagnóstico social se resume en dos
palabras: fraude y clientelismo. En materia de elecciones, el país ha vuelto al
siglo XIX. El núcleo del problema no es sólo moral ni jurídico; está en la
conjunción del mundo de la pobreza y de un Estado destruido.
Sin embargo, conviene precisar los términos. El fraude se refiere a acciones ilegales, mientras que el clientelismo queda en el área de las costumbres viciosas, pero no punibles. Vender el voto es una decisión personal, muchas veces comprensible; el fraude, en cambio, se refiere a la violación de una o varias normas. Incluso allí no todo es blanco o negro, pues la normativa suele dejar zonas grises, no regladas, donde se viola el fair play, pero no la norma. Sobre todo, lo lícito y lo ético han cambiado con el tiempo, de acuerdo con la función que en cada época se asignó al sufragio. Una recorrida por el pasado nos ayudará a comprender las diferencias y entender nuestro retroceso.
El "siglo XIX", para el caso, arranca con la Revolución Francesa, de 1789, y
llega hasta las últimas décadas. Luego de la revolución, los Estados fueron
reemplazando la perimida legitimidad del derecho divino de los reyes por la
nueva voluntad del pueblo. En el lugar de la unción con los santos óleos se
instaló otro rito: el sufragio para elegir representantes. Por entonces, los
Estados avanzaban sobre los poderes locales, mientras que las sociedades,
legalmente igualitarias, conservaron su carácter estamental, fundado en el
rango: nadie confundiría por entonces a un notable con un sirviente.
Trascendentes discusiones sobre la forma de gobierno o el comercio libre se dirimían en un círculo relativamente reducido, en el que el debate público importaba mucho más que las votaciones. No se creía que todos tuvieran capacidades iguales y era lícito operar sobre el sufragio, manipular las reglas y hacer valer la influencia personal. La elección debía limitarse a legitimar a los gobiernos y a dirimir los conflictos entre los poderosos locales y el Estado central. Por entonces se decía: "Los votos no se cuentan, se pesan". Valga un ejemplo. La ley solía limitar el sufragio a los alfabetizados, pero en el comicio la regla se flexibilizaba y se abría a la zona de las prácticas toleradas. Muchos analfabetos se presentaban con el brazo enyesado; entonces, alguna persona respetable, interesada en ese voto, daba fe de su capacidad y lo reemplazaba en el trámite de escribir la papeleta.
Había diferencias, que dependían del interés suscitado por las elecciones. En
la España de la Restauración, donde la movilización política era escasa, los
funcionarios estatales "escribían" los resultados de un comicio al que nadie
había concurrido. Eran actas impecables, sin protestas. En Inglaterra, en
cambio, la participación siempre fue grande; sólo algunos votaban, pero el resto
intervenía en los actos y manifestaba ruidosamente sus opiniones. Pero a la hora
de votar, era corriente que los votos se compraran y vendieran. No se trataba de
un acto de sumisión, como en Tucumán, sino de lo contrario, pues vender el voto
era el derecho del "inglés libre", el impuesto que debían pagar quienes querían
hacerse elegir.
Entre esas variantes están las elecciones en la Argentina, regulares desde 1852. Consolidado el Estado, los gobiernos "electores" manejaron libremente las reglas del juego en favor de las elites políticas; donde había competencia, un buen comisario pesaba mucho más que un gran propietario. Articular los poderes locales con el nacional preocupaba mucho más que la posible ilegitimidad, denunciada por los radicales. El gran cambio lo produjo en 1912 la ley Sáenz Peña, que estableció el sufragio obligatorio y secreto, el uso del padrón militar y la representación de la minoría. El voto se transparentó, aumentó el premio y los votantes fluyeron a los comicios, lo que cambió sustancialmente el significado de las elecciones.
Por entonces, en todo el mundo occidental se desarrollaba un proceso similar de ampliación democrática. El sufragio avanzó en la universalización, las zonas grises se redujeron, mejoró el control ciudadano y la línea del fraude fue más clara. Las formas clientelares tradicionales retrocedieron, pero se desarrollaron otras, cuyos protagonistas fueron los medios masivos de comunicación y el Estado. Desde Le Bon, el manejo de las llamadas masas se convirtió en un desafío y en una ciencia; uno de sus mejores lectores fue Mussolini.
El sufragio adquirió un nuevo sentido en una sociedad en la que el capitalismo arrasó con los antiguos rangos y privilegios, afirmó la igualdad civil y, a la vez, creó nuevas y mayores desigualdades. El voto, organizado por los grandes partidos políticos, les dio mayor legitimidad a los gobiernos. A la vez, confirió a los ciudadanos de a pie un instrumento para influir sobre el Estado y equilibrar las desigualdades mediante distintos beneficios universales. Este nuevo compuesto democrático no se llevó bien con las instituciones republicanas. Los liderazgos plebiscitarios, más eficaces en la política de masas, predicaron la unanimidad del pueblo, despreciaron a las minorías, arrinconaron al parlamentarismo y acunaron a los grandes dictadores. Sólo después de la Segunda Guerra Mundial se conformó un nuevo equilibrio, basado en la democracia liberal, los grandes acuerdos sociales y un sufragio transparente y relativamente liberado de influencias.
En la Argentina, la nueva democracia transcurrió con intermitencias. Los líderes exitosos, como Yrigoyen y Perón, combinaron la democratización social y el unanimismo autoritario. Hubo que esperar a 1983 para conocer una democracia basada en la ciudadanía, las instituciones, el pluralismo y los acuerdos sociales.
Pero no fue un punto de llegada, sino una pausa, pues ya faltaban las bases mínimas para esta democracia. Desde hace varias décadas, nuestro capitalismo genera poca riqueza y mucha desigualdad. Nuestra sociedad, con un mundo de la pobreza consolidado, no produce suficientes ciudadanos. Nuestro Estado está derruido y a merced de gobiernos arbitrarios.
Desde 1989, los gobiernos, en general bajo la franquicia peronista, organizan sus "partidos", que son sólo la prolongación de la administración nacional o provincial. Adecuándolas a una democracia de sufragio obligatorio, actualizan las viejas técnicas del siglo XIX. Como entonces, mediante el fraude y el clientelismo, el sufragio igualitario reproduce la desigualdad.
El clientelismo es practicado con recursos estatales: pequeños empleos, autorizaciones para actividades ilegales o subsidios discrecionales. Todo genera sufragios, en un proceso permanente, mucho más significativo que los bolsones de comida repartidos el día del comicio. El "gobierno elector", que abusa de los medios públicos de comunicación, posibilita el fraude en cada uno de los pasos de la elección. El Ministerio del Interior, que confecciona el padrón, puede importar votantes de los países limítrofes; también maneja el escrutinio provisorio, que a la larga se considera definitivo. El Correo permite que se falsifiquen telegramas y que las urnas sean embarazadas o desembarazadas en el traslado. La "vista gorda" de la policía permite que los operadores amedrenten a fiscales, roben boletas o quemen urnas. Una elección provinciana del siglo XXI se parece mucho a una del siglo XIX.
El fraude y el clientelismo revelan el fondo de la crisis del país y de su democracia. Las mejoras parciales son bienvenidas, lo mismo que el esfuerzo ciudadano por el control. Pero no hay que ilusionarse: un pequeño dique no puede frenar un río desbordado. Se trata de revertir la pobreza estructural y reconstruir el Estado. No hay grandes soluciones sino un encadenamiento de pequeñas medidas que apunten sostenidamente a ese objetivo. Sólo se necesita una voluntad política fuerte y persistente. Estamos en las vísperas de uno de los momentos en que el sufragio libre puede comenzar a modificar las condiciones que hoy lo limitan.
El autor es historiador por la Universidad de San Andrés