La Cumbre Climática de París, programada para el próximo mes de diciembre, ha despertado una expectativa creciente. No es para menos. Antes que a un propósito deliberativo, este encuentro mundial debería responder a necesidades resolutivas. Es imprescindible que para fines de este siglo la temperatura global no aumente más de dos grados respecto de los niveles preindustriales. Durante los diez mil años anteriores al siglo XVIII, la atmósfera contenía una cantidad de carbono que resultó equilibrada para preservar la vida en el planeta. A partir de la era industrial, la quema de combustibles fósiles, las grandes plantaciones, el mantenimiento de animales y la deforestación produjeron una presencia inédita de gases invisibles que se expandieron por la atmósfera y generaron el aumento de la temperatura global.
Los científicos del Panel Intergubernamental del Cambio Climático aseguran que el aumento de dos grados podría desencadenar transformaciones no tolerables para el bienestar humano: la desaparición del hielo estival ártico y el derretimiento de glaciares, períodos de calor extremo, huracanes inesperados, pérdida de ecosistemas y biodiversidad, sequías e inundaciones, entre otras consecuencias gravísimas.
La crisis climática ya es de tal magnitud que no resulta posible aplazar por más tiempo la firma de los acuerdos necesarios para mitigar las catástrofes naturales actuales y evitar las que se avecinan. Se trata del desafío más grande que por primera vez enfrentan los dirigentes de Estado de todo el mundo, ya que implica promover un nuevo modelo de crecimiento con menores emisiones de carbono. Los protagonistas de esta cumbre deberán decidir, en suma, si de aquí en más dejarán el planeta librado al avasallamiento al que se lo ha sometido u optarán por la preservación cualitativa de la vida.
Mucho ha contribuido a hacer más explícitas las responsabilidades de la Cumbre de París la reciente encíclica Laudato si, un alegato a favor de la Tierra y en contra de quienes la envilecen. En ella, el papa Francisco plantea la necesidad de adoptar una decisión inaplazable: concebir un modelo de desarrollo compatible con la dignidad de la existencia humana y no olvidar los riesgos y padecimientos a que están expuestos los más desguarnecidos.
La obsesión por el crecimiento económico y la consecuente explotación desenfrenada de la Tierra, cuya intensidad se ha potenciado con el avance tecnológico, ponen de manifiesto que el hombre no ha reflexionado sobre el planeta como un bien que debe dejar en herencia a las generaciones futuras. El porvenir de nuestra descendencia se encuentra comprometido por los abusos que se suceden día a día en lo referente al hábitat, al clima, a los recursos energéticos y al trato brutal dispensado a la diversidad biológica.
Nuestra especie también está amenazada por los males que ella misma se impone. La interdependencia se hace patente en el desequilibrio que a todos nos afecta. Y es el sentido de esa interdependencia lo que debemos recuperar si queremos infundirle calidad a nuestra vida venidera y conciencia plena acerca del hecho, hoy insoslayable, de que la Tierra agredida responde con igual violencia a quienes la maltratan. Hemos llegado al límite. ¿Lo toleraremos? ¿Sabremos admitirlo? ¿O la desmesura seguirá ensanchándose hasta precipitarnos en lo irremediable?
El cambio climático es un problema colectivo que nos exige soluciones igualmente colectivas. Estamos ante una muy particular configuración de la globalización. Una globalización que no sólo implica interdependencia en el orden del desarrollo, sino también interdependencia en cuanto a la forma de resolver los efectos de la desmesura alcanzada. No es posible seguir ignorando los riesgos que entraña la agonía de la Tierra ni seguir concibiendo el crecimiento económico como lo hicimos hasta ahora. Pero hay que decir que sus consecuencias negativas no son una responsabilidad unilateral de uno u otro país ni que las soluciones que haya que buscar deban provenir exclusivamente de ellos. La crisis del planeta exige a todos convergencia en el modo de encararla, aun cuando no todos sean responsables del mal en la misma medida. Las naciones que se han beneficiado con un alto grado de industrialización a costa de una enorme emisión de gases invernadero tienen, seguramente, una mayor responsabilidad en el aporte de soluciones a los problemas que han causado. Pero no son las únicas que deben proveer esas soluciones.
A diferencia del Protocolo de Kyoto, la Cumbre de París aspira a lograr el compromiso y la contribución de todos los Estados y no únicamente la intervención de los países desarrollados. Es así como lo estableció la reunión de Varsovia en 2013. Allí se acordó que, antes de la Cumbre de París del presente año, los países presentarían, según sus realidades, y antes de que finalice el próximo mes de octubre, compromisos voluntarios de mitigación de gases y adaptación al cambio climático a fin de evitar que la temperatura del planeta supere los dos grados centígrados.
¿Cuántos, entre quienes intervendrán en la Cumbre de París, llegarán a ella conscientes de la magnitud del desafío mayor que le toca enfrentar al hombre de hoy? ¿Cuántos, conscientes de que no tenemos tiempo que perder? ¿Cuántos dispuestos a imponer las medidas científicas y técnicas que demanda la precaria salud del Planeta?
El hombre ha confundido progreso con rentabilidad económica. No tolera los límites que se le debe imponer a esta creencia. Su soberbia lo ciega. Se trata de un Homo sapiens empeñado en ignorar que su destino y el de la vida en la Tierra están unidos, lo quiera o no, por el frágil tejido del respeto mutuo. El hombre es un depredador insaciable y el planeta ha comenzado a dejar oír la voz de su descontento por el trato recibido. ¿Lo han advertido con sensibilidad suficiente quienes se reunirán en París? ¿O la necesidad de no afectar en nada el confortable statu quo de sus negocios los lleva a ignorar la envergadura del daño que imponen procediendo como lo hacen?
La Cumbre Climática estará obligada a reconsiderar qué entendemos por progreso y a interrogarse sobre lo que concebimos y debemos concebir como conocimiento. Un nuevo saber se hace indispensable: sabiduría y no sólo conocimiento.
Quienes se reúnan en París deberán replantearse el tema del poder. Ponderar sus configuraciones actuales y venideras a la luz de las necesidades que demanda la reconstrucción del equilibrio ambiental.
¿Hay aún lugar para la Tierra en el mundo del hombre? Su conquista, practicada como lo ha sido hasta hoy, no puede seguir siendo ejercida con impunidad.
Es indispensable, asimismo, debatir qué se entiende por prójimo en el mundo de hoy y, de modo más general, qué lugar se les concede a los países insulares que en nada han contribuido con sus emisiones de gases invernadero y que manifiestan mayor preocupación que ninguno por la necesidad de revertirlo. Es que ya están sujetos a situaciones climáticas extremas, ciclones e inundaciones. Ellos ilustran la vulnerabilidad más radicalizada, propensa a generar nuevas oleadas migratorias: la de los refugiados climáticos. Es para ellos que se espera la puesta en marcha del ambicioso Fondo Verde Climático y un financiamiento que les permita acceder a una tecnología apropiada a fin de afrontar el cambio climático.
¿Se dirá y decidirá lo necesario o sólo se hablará eludiendo el compromiso con lo esencial?
Aceptar la realidad del cambio climático requiere fortaleza para reconocerlo y capacidad resolutiva para superar, hasta donde sea posible, sus efectos. Se trata de redefinir la índole del porvenir hacia el que queremos encaminarnos. La Cumbre Climática de París debiera buscar un acuerdo atinado e inspirador; promotor de una mirada respetuosa del ecosistema. Hará falta, en fin, un espíritu de grandeza que nos anime a cada uno, desde su lugar en la sociedad, a adoptar una forma de vida más ecológica, menos enajenada, menos consumista. Porque no somos dueños del planeta. Somos sus huéspedes. Y ha llegado la hora de entenderlo.
Por Santiago Kovadloff y Luis Castelli