En un país degradado en lo político, lo social, lo económico y lo cultural tras diez años de kirchnerismo, sorprende que el candidato oficialista haya sacado una amplia mayoría de los votos en las internas del domingo.

Lo de nueva encarnación es a la vez un chiste y un falso misterio. Han logrado instalar un interrogante alrededor de la verdadera identidad del hombre que no tiene identidad: ¿será una prolongación del kirchnerismo, monitoreado por Zannini, Aníbal y compañía, o inaugurará algo distinto? La media lengua que el candidato maneja le ha servido para alimentar esa incógnita, que no es sino la misma trampa de siempre. Hay quienes quieren ver en el cambio de estilo la promesa de una nueva era y ya celebran el fin de los patéticos discursos en cadena de Cristina. Eso es bastante. Pero lo que no cambiará, la continuidad, es el legado del populismo peronista, que los comprende a todos por igual: el clientelismo, la corrupción y la pauperización social que le permite a la casta oligárquica gobernante gozar de la riqueza mientras arroja mendrugos a los pobres a cambio de votos. Y todo llevándose puesta a la república.

Algunos rechazan a Macri con el argumento de que sería volver a los años 90. Pero si se trata de volver a los 90, no habría camino más corto que Scioli, que nació bajo el ala de Carlos Menem y fue uno de sus hijos políticos dilectos. En la década siguiente, claro, se vistió de kirchnerista, como el propio Menem. No hay contradicción. Entre Menem y los Kirchner hay más similitudes que diferencias. El estilo es lo de menos. Y ni hablar de la ideología, reducida a un cínico discurso intercambiable.

Las inundaciones de esta semana dejaron al país expuesto. La subida de las aguas multiplicó las imágenes de la indefensión y de la pobreza. En medio de la desesperación, la gente subía a las mesas o al techo lo que quería salvar. Y esas cosas, por pocas, por viejas, por rotas, eran una síntesis impiadosa de la precariedad en la que están sumidas grandes franjas de la población bonaerense. Conmovía ver cómo valoraban lo poco que tienen.

Más expuestas aún quedaron la indiferencia de los gobernantes y la mentira. Se sabe que la Presidenta elude las malas noticias y las tragedias. Esta ausencia quizá puso en mayor evidencia el viaje del gobernador a Italia. Como ya tenía los votos, se podía ir tranquilo, aun en medio de la inundación. Cuando advirtió el verdadero costo que podía tener su escapada, volvió envuelto en un discurso de entrega y abnegación en el que casi se mostró como una víctima: que el estrés electoral, que el dolor por el brazo derecho, que los encuentros con inversores, que la reunión informal con el primer ministro italiano (quien no estaba enterado de nada). Podrían haberse puesto de acuerdo. Cuando alguien en la conferencia de prensa le preguntó si visitaría las zonas inundadas, Scioli respondió como sabe hacerlo. Es decir, no respondió.

Lo que necesitaban los inundados, además de salvar sus cosas, era sentir la presencia de un Estado que se ocupara. Debieron resignarse a una inmensa orfandad y aceptar, otra vez, que eran ellos los que debían pagar los costos de obras eternamente aplazadas porque no devengan votos inmediatos, sino que suponen una progresiva mejora en las condiciones de vida de la gente.

En medio del agua estancada, un vecino que vive a pocas cuadras de la Basílica de Luján lanzó un alegato que todo político debería estar obligado a escuchar. Luego de lamentar la falta de ayuda, resumió la situación de abandono con una frase simple y brutal dirigida a los que gobiernan: "Acá hay seres humanos, y nadie se moja las patas".

En su dolor y en su bronca, sugirió algo más profundo, que refleja impotencia ante la injusticia, pero también lucidez. Dijo que la desgracia de los inundados beneficia a otros. Con el agua hasta las rodillas, se preguntó enseguida qué podría dejarles a sus hijos y nietos después de una vida de trabajo. Difícil que pueda darle a alguno de los suyos una educación en Harvard y un cargo de director en un organismo público con 60.000 pesos de sueldo. Sin embargo, planteaba así la verdadera brecha que se abrió en el país en todos estos años: la de la casta gobernante, cada vez más rica, poderosa e impune, pero también más insensible, y la de los millones de olvidados que, al tiempo que sostienen ese poder, también lo padecen.