Deriva de una interpretación de la Corte Interamericana fundado en el Pacto
de Costa Rica. Ni los Estados Unidos, ni Canadá, ni Cuba han adherido a esa
normativa. Y por supuesto, en los países de la Unión Europea no rige ese
principio.
No es un indicador regional inocuo: el informe publicado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) en 2014, "Seguridad ciudadana en América latina", concluyó que la región gozó durante la última década del mayor crecimiento económico en educación, salud y reducción de la pobreza. Sin embargo, curiosamente, su contraparte fue el crecimiento exponencial del delito, fenómeno que no puede atribuirse exclusivamente al narcotráfico o a la desigualdad. Pese a ser un país con enormes desigualdades sociales, la Encuesta Nacional de Victimización de los Estados Unidos concluyó que durante los últimos 15 años se redujo en un 50% la tasa de delitos. Esas cifras son similares a las de otras naciones más o menos desiguales donde, como factor común, el delito forma parte de la agenda pública, tal como atestigua el reconocido especialista Irvin Waller en Rebalancing Justice: Rights for Victims of Crime (2011).
En todos los países donde rige el Estado de Derecho el remedio a la impunidad consiste en limitar, en el marco de la ley, el número de veces en que un condenado puede apelar su condena. Pero en la Argentina, esos límites -que están incorporados en las leyes procesales- son dejados de lado a través de distintos instrumentos jurídicos. Por ejemplo, cada vez con más frecuencia, los tribunales superiores no dictan sentencia definitiva. Revocan la condena, pero no absuelven. Mandan a dictar sentencia de nuevo, que puede ser otra condena, que luego se puede apelar de nuevo. Como si fuera poco, el recurso extraordinario dejó de ser "extraordinario". Desde hace varios años, por decisión de la Procuración General de la Provincia de Buenos Aires, los defensores están obligados a apelar si el imputado lo solicita, y seguir apelando hasta la Corte Federal, aun cuando carecen de argumentos para hacerlo. Bajo presión, los recursos "extraordinarios" pasan a ser, no sólo ordinarios, sino más aún: "obligatorios".
Esta calesita procesal alimenta la letanía pseudoprogre que reclama que "hay miles de personas presas sin condena" que provoca un indiscutible hacinamiento carcelario. Y que sirve de excusa para reclamar a viva voz que sean excarcelados. Pero se trata de un sofisma más con el que se quiere persuadir de lo que es falso: se dice expeditivamente que son "presos sin condena", cuando debería decirse que muchos de ellos tienen condena que no está firme porque los operadores jurídicos construyeron una pirámide tan discrecional como propiciatoria de la impunidad.
¿Por qué se dice que están presos sin "condena firme"? Lisa y llanamente, éste es el recurso privilegiado de los abogados que, en un festival de apelaciones, abusan de la estrategia judicial de recurrir una y otra vez. Y pese a que el procesado ya fue declarado culpable por un tribunal de primera instancia, esos mismos abogados apelan esa sentencia condenatoria ante una Cámara de Apelaciones, ante el Tribunal de Casación o ante la Corte Suprema, en una especie de juego de la oca donde siempre se vuelve al primer casillero.
La estrategia de prolongar procesos en un sinfín de apelaciones es la respuesta a la ley que ordena que, si en un determinado plazo no se llega a una sentencia firme (es decir, si ya no quedan instancias ante las que apelar), la acción penal puede prescribir. Si la defensa logra postergar el dictado de la sentencia firme, puede conseguir la impunidad, tanto para delitos de menor envergadura como para delitos graves, aun cuando perpetradores de homicidios y violaciones hayan sido declarados culpables en primera instancia.
Pero en este raid se van sumando los incentivos: el tiempo pasado en prisión preventiva (es decir, antes de que la condena quede firme) se descuenta de los años de condena. Por ejemplo, un delincuente en prisión preventiva puede ser condenado a cinco años de prisión, pero si apela durante cinco años, una vez que la condena finalmente queda firme, se le dará por cumplida con el tiempo que ya estuvo en prisión preventiva. Y esa compensación es justa. Pero sucede que además (conforme lo interpretan los jueces) esa condena no se cuenta para la reincidencia. Y eso ya no es justo: a partir de ese momento, si vuelve a delinquir, la Justicia lo tratará como si fuera su primer crimen. Y ésa es una ventaja arbitraria que depende únicamente de la habilidad para retardar el juicio.
Existe incluso otra manera de conseguir que la tardanza juegue a favor del delincuente. Se lo llama "vencimiento del plazo razonable", chicana procesal por la cual, transcurrido cierto lapso, si no se obtuvo una condena firme la acción se debe extinguir. Pero ¿qué es un "plazo razonable"? Es tan indeterminable como discrecional, porque no se ha fijado en ninguna ley: se trata de una interpretación de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que se superpone con los plazos de prescripción previstos en la ley argentina, y que fue adoptada con entusiasmo por nuestra Corte Suprema de tradición zaffaroniana. Una vez transcurrido cierto tiempo, el defensor puede alegar que venció ese plazo indefinido, el tribunal darle la razón y el delito quedar impune. Lo usual es que el propio defensor -el mismo que con toda intención provocó la tardanza- alegue que esa misma tardanza es irrazonable.
Con todas estas ventajas, es obvio que los delincuentes y sus defensores apuestan a prolongar los juicios. El método fundamental es apelar, apelar y apelar, y luego protestar para que el proceso inconcluso sirva como excusa para exigir la excarcelación. El sistema, a todas luces, reposa en el cinismo que se queja de una tardanza resultante de las apelaciones de los mismos que reclaman. Un cinismo compartido por gran parte de un imaginario colectivo que ve en el delincuente una víctima de la sociedad que debe recibir todos los beneficios que sean posibles, incluso los injustos.
Mientras tanto, con violadores y homicidas en libertad, se desprotegen los derechos de las víctimas. ¿Y el hacinamiento carcelario? Mal que les pese a muchos, no tiene que ver con los presos sin condena ("firme"). No porque no los haya, sino porque el hacinamiento es una consecuencia de una política del Poder Ejecutivo de no construir más cárceles y de subejecutar el presupuesto destinado a las ya existentes para que violadores y homicidas caminen en las calles, entre nosotros.
Doctora en filosofía y ensayista, miembro de Usina de Justicia