Cuando nuestra Constitución consagró el principio de la división de los poderes, estableció al mismo tiempo los fundamentos de la república. Mientras en la monarquía absoluta alguien -por ejemplo el rey o una asamblea- tiene todo el poder, en la república coexisten varios titulares del poder. El poder de cada uno de ellos, por lo tanto, es parcial. En la república coexisten, por lo visto, varios poderes parciales, justamente para evitar que alguno de ellos concentre en sus manos el poder total, es decir, para evitar que se regrese otra vez a la monarquía. La república nació así del rechazo a la monarquía porque la concentración del poder en una sola mano se consideró peligrosa para el principio que preside el sistema, es decir, el principio de la libertad de los ciudadanos.
Si alguien posee una parte del poder republicano, se supone que, para que su poder sea funcional, se alimente del espíritu republicano, es decir, de la autolimitación de su propio poder. Si el titular de algún poder republicano busca, al contrario, excederse en sus funciones, en lugar de la división de los poderes acontece lo que podríamos denominar "la crispación de los poderes", en la medida en que los otros poderes buscaran contenerlo, con el consiguiente desgaste del sistema global debido al conflicto entre sus miembros.
Una situación cercana a la crispación de los poderes, ¿no se ha producido acaso entre nosotros? Cuando el Poder Ejecutivo presionó a la Corte Suprema y cuando ésta reafirmó su propia independencia frente al embate, ¿no entramos quizás en el peligroso desfiladero de la crispación de los poderes?
Lo que pasa es que nuestro sistema político no ha podido liberarse del todo de la nostalgia monárquica. Hay entre nosotros, todavía, cierta reminiscencia por el poder total, cierto anhelo por la unidad del mando. Siendo como es la sede del impulso hacia la unidad, el Poder Ejecutivo es el portavoz natural de la vocación autoritaria, mientras que la opinión pública y los medios privados de comunicación son la sede natural de las energías que buscan contenerla en el seno de la sociedad.
A poco que se la analice, pues, la república resulta ser un mecanismo elaborado, complejo, para salvaguardar la libertad sin caer en la anarquía. El sistema autoritario es más sencillo sobre el papel, puesto que sólo manda uno en la cúspide, pero también es casi irrealizable en función de las resistencias libertarias que traería en una sociedad moderna debido a su complejidad. Ésta es la pregunta que sería difícil de contestar: ¿cómo asegurar al mismo tiempo el orden del Estado y la libertad de los ciudadanos? Ésta es la proeza que intenta la democracia, proponiendo al mismo tiempo dos tareas al parecer contradictorias, puesto que el orden viene de arriba y la libertad se difunde desde abajo. ¿Cómo conciliar entonces la disciplina social con la autonomía de cada uno de nosotros, con "nuestra" autonomía?
Es fácil describir, a partir de aquí, los excesos a los cuales se expone cualquier intento de conciliar la autoridad del Estado con la autonomía de los ciudadanos. En los extremos de este dilema campean naturalmente la anarquía y el autoritarismo. ¿Cómo debiera ser un sistema capaz de reunir la disciplina social y la libertad individual en el curso de una sola experiencia?
La experiencia de los países avanzados en esta materia muestra, precisamente, dos cosas. Primero, que tal conciliación es difícil. Segundo, que es realizable. Es como si un caminante se animara a avanzar entre precipicios. Lo primero que tendría que hacer es no mirar hacia abajo.
Un tercer obstáculo por evitar sería el perfeccionismo. Ninguna de las naciones avanzadas ha podido evitar las crisis, las imperfecciones. No somos ángeles. Al contrario, la pretensión de serlo ha sido una de las fuentes más generosas del error.
El acierto, en este sentido, sólo se hace presente después de innumerables errores. Quizá lo más importante aquí no sea no errar, sino no dejar de insistir. El acierto no es más que el fruto final de la perseverancia. ¿Hasta qué punto el acierto no es una palabra ligada estrechamente a la humildad? El humilde no se sorprende ante sus equivocaciones. Enriquecido por la acumulación de su experiencia, al contrario, vuelve a insistir cuantas veces le resulte necesario.
La visión que se obtiene a partir de aquí no es elogio del acierto, sino de la fecundidad de la experiencia. El error no pasa a ser en tal sentido una acumulación de vivencias, sino un orden de vida que se va encaminando a través de innumerables ensayos en cuyo transcurso el autor de esos ensayos aprende, una y otra vez.