Por eso, el líder porteño se acostó anoche con más ansiedad que alegría. Desde que conoció el resultado de las mesas testigo, a las 19.30 de ayer, se impuso el próximo objetivo: construir en la Capital un triunfo en primera vuelta para las elecciones del 5 de julio próximo.
Cierta audacia es innegable en el líder porteño. Corrió el riesgo de que ganara Pro y perdiera Macri. Eso era lo que decían las encuestas que sucedería cuando él decidió apoyar a Horacio Rodríguez Larreta. Aquellas mediciones, que entonces halagaban a Gabriela Michetti, fueron modificándose con el correr de las semanas a favor del delfín de Macri. Rodríguez Larreta es una obra política completa de Macri, porque aquél jamás hubiera podido competir con Michetti (y menos ganarle) sin el apoyo decidido de su jefe. Rodríguez Larreta tiene méritos como hombre de gobierno (su más grande aporte al macrismo), pero no es ése el único atributo que se necesita para ganar elecciones. Ni siquiera es el más importante. La elección de ayer, digan lo que digan, la ganó Macri.
Macri encarna, de algún modo, el eterno péndulo político de la sociedad argentina. A una parte de ésta le gusta entretenerse hurgando en el otro extremo cuando ya se fatigó de un discurso, de una política y de ciertas formas. Le gusta pasar de Menem a Kirchner o de Alfonsín a Menem, presidentes que representaron posiciones distintas, y hasta enfrentadas, en casi todas las cuestiones públicas. Scioli expresa, en cambio, a importantes sectores sociales que simpatizan con algunas políticas del cristinismo. Según las mediciones de opinión pública, esa porción de la sociedad está de acuerdo con una presencia decisiva del Estado en la economía, con una política exterior distante de los Estados Unidos y con los subsidios estatales (que benefician, sobre todo, a la clase media y a la clase media alta). Macri no cree en ninguno de esos postulados y es posible que Scioli tampoco, pero los dos podrían expresar en las elecciones presidenciales de octubre esa opción entre un cambio drástico y una continuidad suave.
El 5 de julio Macri no tendrá un desafío, sino dos. Ese día se votará también en Córdoba, donde el macrismo, el radicalismo, la Coalición Cívica y el juecismo reprodujeron el acuerdo nacional. Pero el contrincante es sólido y experimentado: se trata del peronismo liderado por José Manuel de la Sota, que lleva 16 años gobernando esa provincia. El triunfo opositor es posible, pero no será fácil y mucho menos seguro. Córdoba será el primero entre los grandes distritos nacionales donde se enfrentarán, cara a cara, el acuerdo que labró Macri con la alianza que enhebraron Sergio Massa y De la Sota.
Doce años después, el kirchnerismo está encerrado en los distritos que le dieron el primer triunfo, en 2003: la monumental provincia de Buenos Aires, varias provincias del Norte y la Patagonia. Perdió en la Capital y en Santa Fe, y seguramente perderá en Córdoba. En Mendoza también lo aguarda la derrota. Tanto Scioli como Cristina Kirchner tienen buenas mediciones, en cambio, en Buenos Aires, donde sus competidores no pudieron hacer mucho hasta ahora. Es cierto que en ese decisivo distrito hay una ostensible vacancia de candidatos serios a gobernador. Hay cerca de quince precandidatos entre todas las fuerzas, lo que significa que no hay uno con suficiente estatura. Es probable, por eso, que el próximo gobernador bonaerense termine siendo arrastrado a La Plata por el candidato presidencial triunfante.
La dinámica de la campaña electoral está significando un problema creciente para Massa. En la Capital, que es la vidriera política del país, no pudo hacer casi nada. Viene de un desastre electoral en Santa Fe. En Mendoza peleó, sin suerte, por una foto con el acuerdo radical-macrista que ganó las recientes primarias provinciales. Su esperanza se cifra en Córdoba, donde le será difícil explicar que él ganó en territorios controlados por De la Sota. Sucede lo mismo con la elección de Neuquén, donde Massa apoyó al Movimiento Popular Neuquino. Resulta, sin embargo, que el MPN gobierna esa provincia desde hace más de medio siglo. La novedad hubiera sido su derrota, no su triunfo.
Aunque Massa se niega a reconocer que se separó de los dos principales candidatos, Scioli y Macri, lo cierto es que la mayoría de las encuestas registran ese hecho. El ex alcalde de Tigre no tiene un atril de gobernante, como sí lo tienen los otros dos, ni cuenta con arraigo en los grandes distritos del país, salvo en Buenos Aires. Incluso, Macri es el candidato presidencial con mejor intención de votos en Córdoba, superando al propio De la Sota, según casi todas las encuestas que midieron sólo esa provincia.
El problema central de Massa consiste en que su laberinto no tiene muchas salidas. Podría ser candidato a gobernador de Buenos Aires, elección que estaría en condiciones de ganar, pero carece de candidato presidencial. Cristina Kirchner lo vetaría como aliado de Scioli. Macri cortó los puentes con él cuando decidió acercarse al radicalismo (que debió resolver en una tormentosa convención el acuerdo con Macri o con Massa), con Elisa Carrió (la dirigente más crítica de Massa) y con Carlos Reutemann (que se fue ofendido y maltratado del massismo).
Un grupo de asesores le aconsejó a Massa en los últimos días que hablara directamente con Macri para acordar una interna conjunta de toda la oposición, que debería incluirlos, desde ya, a ellos. Difícilmente Macri esté dispuesto a escuchar tales propuestas, sobre todo después de la victoria de ayer. Lo cierto, también, es que Massa puede hacerle importantes aportes a la oposición, aunque no se sabe cómo ni cuándo; su caudal de votos, un 20 por ciento más o menos, podría volcar la balanza de las elecciones presidenciales de octubre.
El peronismo, tanto en su versión kirchnerista como massista, criticó a Macri por su "falta de liderazgo" cuando debió convocar a las primarias capitalinas, luego de que Michetti se negó a bajarse de la competencia. El peronismo está acostumbrado a una estricta disciplina partidaria, aunque ningún jefe político anterior (ni siquiera Perón) la ejerció de manera tan firme como Cristina Kirchner. El de ayer fue, sin embargo, un día que contribuyó a crear un clima distinto en la vida democrática. Un jefe político se sometió voluntariamente a una elección que podía avalar, o no, su voluntad. Eso es normal en otras democracias, no aquí. El cambio en los mecanismos de conducción y la propia rutina de la campaña electoral irán desplazando a Cristina Kirchner hacia un segundo plano. Justo el plano en el que nunca querrá estar.