Dicen que puso en marcha su capacidad creativa cuando escuchó de boca de Cristina Kirchner que la Corte actual no le sirve a ella. Esos jueces le dieron algunos gustos de vez en cuando, pero no mucho más que eso. Es demasiado poco para una persona acostumbrada a gobernar sólo con el rigor de su mirada. Eso pertenece, de todos modos, al pasado. Y el problema de una presidenta que se va ya no es el pasado, sino su futuro. Esos jueces no merecen su confianza.
El Gobierno sabe que el pliego de Roberto Carlés, como candidato para ser miembro de la Corte, está irremediablemente herido. Carlés no ingresará como juez del máximo tribunal del país. Lo único que no se sabe es qué hará la Presidenta hasta el miércoles, cuando el Senado tratará esa postulación. ¿Retirará antes del Senado el pliego de Carlés? ¿Enfrentará una derrota en el recinto de la Cámara? Ya no tiene soluciones buenas. El retiro de la postulación de Carlés será también una derrota, aunque menor que la que podría propinarle una votación perdida a la luz del día.
Pero ¿fue acaso la propuesta de Carlés sólo un amago para terminar negociando el nombre de otro jurista kirchnerista con más pergaminos? No, pero podría ser el hecho deliberadamente provocador para descerrajar la guerra que ella quiere librar. Voltear a la Corte Suprema con el pretexto de un enojo. Después de todo, Carlés hubiera significado un voto más, que habrían pasteurizado los cuatro miembros actuales de la Corte. Cristina quiere mucho más que eso. Quiere el control de una parte importante de la Corte, si no la mayoría, para cuando ella ya no esté en el poder. Y quiere, al mismo tiempo, atar al tribunal de pies y manos hasta diciembre próximo.
Los kirchneristas explican que la Presidenta se fastidió cuando se enteró (o supuso) que la Corte tomaría dos decisiones. Confirmaría la inconstitucionalidad del acuerdo con Irán y ordenaría abrir la investigación sobre ese tratado que pidió el fiscal Nisman. Prejuicio o paranoia. O las dos cosas juntas. La inconstitucionalidad o no del acuerdo con Irán no pasó nunca por la Corte. Lo declararon inconstitucional un juez de primera instancia, una Cámara Federal y ahora está en poder de la Cámara de Casación. Llegará a la Corte Suprema, pero ninguno de sus jueces vio nunca ese expediente.
El caso más claro de la fantasía persecutoria que aflige al Gobierno es el que se refiere a la Corte y a la denuncia de Nisman. Si la Cámara de Casación, que es donde está ahora, decidiera rechazar nuevamente las graves acusaciones del fiscal muerto, a la Corte no le quedará otro camino que cerrar el expediente por falta de sentencia firme. El fiscal Germán Moldes anunció que recurrirá a la Corte si Casación le deniega la investigación. Pero hay una jurisprudencia tan larga como la existencia misma de la Corte: el tribunal supremo sólo resuelve sobre sentencias firmes o sobre cautelares que pueden significar una sentencia. La denuncia de Nisman fue rechazada por un juez de primera instancia, por la Cámara Federal y llegaría a la Corte si también la rechazara la Cámara de Casación. Jamás la Corte ordenó abrir una investigación contra la opinión de tres instancias inferiores.
¿Qué quiere hacer, entonces? Ampliar la Corte. Ésa es la decisión tomada por el kirchnerismo. El número ideal que se maneja en el Gobierno y en el Congreso es de nueve miembros. Hay dos consecuencias posibles para esa decisión, una peor que la otra, pero en ambos casos la Corte actual dejaría de ser lo que es. Un golpe perfecto contra el único poder del Estado que la Presidenta no controló nunca.
La ampliación de la Corte puede resolverse por mayoría simple de las dos cámaras del Congreso. Suponiendo que se volviera al número de la Corte menemista, nueve, y que los cargos no se llenaran con conjueces, el resultado sería la parálisis absoluta de la Corte. Los cuatro miembros actuales quedarían en minoría frente al total de jueces previsto por la ley. La Corte no podría tomar ninguna decisión hasta su nueva integración. La última instancia de la Justicia habría sido fulminada. Por fin, estamos ante un claro proyecto golpista y destituyente, pero no es contra el Gobierno. El Gobierno es su autor.
La otra alternativa es peor. Si los nuevos cinco cargos fueran cubiertos por conjueces, entonces la Corte sí podrá resolver, pero los conjueces son todos kirchneristas o filokirchneristas. Una mayoría de cinco a cuatro (o de seis a tres, en algunos casos) volcaría siempre la balanza a favor de los intereses del Gobierno. El cristinismo habría tomado, al final del día, la colina decisiva de la Justicia. Los conjueces de la Corte fueron designados el año pasado por un decreto de Cristina Kirchner, pero el trámite parlamentario podría ser inconstitucional. El acuerdo de esos conjueces se resolvió por mayoría simple, porque el oficialismo no tuvo nunca (ni tendrá) los dos tercios que necesitan los jueces de la Corte. La Constitución no dice nada sobre qué mayoría necesitan los conjueces de la Corte, pero estipula con precisión una mayoría especial, los dos tercios de los presentes, para la designación de los jueces del tribunal. ¿Por qué los conjueces tendrían requisitos distintos a los de los jueces si deberán cumplir la misma tarea que éstos? La Constitución no puede, desde ya, prever todas las barbaridades institucionales que son capaces de cometer los gobernantes argentinos.
El kirchnerismo asegura que la Presidenta tomó otra decisión. Será la primera candidata en la lista de diputados nacionales por la provincia de Buenos Aires. Ha hecho un cálculo: bajo la batuta de Cristina, el kirchnerismo retendrá la mayoría (o una fuerte primera minoría) en el Senado, y también en Diputados, aun perdiendo las elecciones en la Capital, Santa Fe, Córdoba y Mendoza. Podría controlar (o acercarse al control) de ambas cámaras durante la primera parte del próximo período presidencial. El Gobierno que viene necesitará, según esa teoría, negociar con el cristinismo la futura integración definitiva de la Corte. El proyecto es tan simple como asombrosamente ambicioso: tomar el control del Congreso y de la Justicia cuando el cristinismo ya no esté en el gobierno. El poder y la impunidad quedarían intactos para los tiempos sin gloria.
Una sola cosa hace posible ese sueño y, al mismo tiempo, el increíble poder del cristinismo sobre el Congreso actual. El candidato peronista que mejor mide es Daniel Scioli, un político que no está dispuesto a disputarle el poder actual (ni el futuro, por lo que parece) a la Presidenta.
La Presidenta sepultó una de las banderas de su marido (la constitución de una Corte respetada) con las postulaciones de Carlés y de Daniel Reposo y con la designación de Alejandra Gils Carbó como jefa de los fiscales. Ahora está a punto de enterrar una bandera propia. Fue ella, siendo senadora, la que firmó el proyecto para reducir de nueve a cinco el número de miembros de la Corte. Lo anunció en el Senado en una reunión con cuatro periodistas (quien esto escribe, entre ellos) con una arenga contra los pésimos ejemplos que había dado el número de la Corte menemista, el mismo número al que ahora quiere llegar ella.
Por eso, el proyecto de ampliación de la Corte no lo firmará la Presidenta, sino que lo harán senadores o diputados de su facción. El relato necesita guardar las apariencias, aun para derrocar a los jueces más importantes del país.