Eran los comienzos del siglo XX, cuando José Ortega y Gasset pudo detectar en nuestra joven nación una "vocación imperial" y señaló que, lograran los argentinos cumplir esta manifiesta vocación o no, era interesante verla desplegarse a lo largo del tiempo y en medio de las demás naciones.
¿Cuán lejos nos queda hoy ese tiempo de presurosa anticipación del que gozaron nuestros padres? La inminencia de la grandeza que creyeron percibir, ¿fue una intuición exacta o, apenas, una ensoñación juvenil? ¿Qué queda en todo caso hoy de estas exaltadas anticipaciones? ¿Hay un nuevo realismo en la Argentina, o la nueva actitud es el producto de la desilusión que ha seguido al enfriamiento de nuestras antiguas pasiones? ¿En el pasado nuestros padres fueron románticos o en el presente sus hijos hemos caído en el escepticismo en nombre del realismo?
Sea cual fuere la respuesta que extraigamos de esta pregunta, y ya ella nos incline al optimismo o al pesimismo, algo es de por sí evidente: que ya no somos los mismos, que el tiempo no nos ha pasado en vano. Pero hay otra cuestión aún más difícil de responder que ésta: ¿qué hemos aprendido de lo que hemos vivido?
El error es, sin duda, uno de los padres del aprendizaje. Pero no cualquier error. Solamente el error que es debidamente asumido y asimilado. Las naciones que progresan no son aquellas que han dejado de cometer errores, sino aquellas que, una vez que los cometieron, han sabido extraer de ellos las debidas conclusiones. Los errores del pasado enseñan. Nos dictan el camino de la superación. Somos mejores después de nuestros errores, pero sólo cuando hemos aprendido de ellos. Lo que no tiene cura, al contrario, es el error al que no sigue, como consecuencia, su superación mediante el aprendizaje.
La lógica del progreso es entonces la siguiente: primero la acción, que conlleva el error, y después el aprendizaje, que tarde o temprano arrastra a nuevos errores y a nuevos aprendizajes, y así sucesivamente hasta el fin de los tiempos. El hombre, en definitiva, es un ser "errante", condenado a progresar a través de sus equivocaciones y que sólo puede progresar si se arriesga, pese a todo, a seguir cometiéndolas. Con esta salvedad: que los nuevos errores serán más sofisticados por haberse enriquecido con una proporción mayor de aprendizaje.
Hay conductas desviadas a partir de estas premisas. Una, la más grave, es omitir la acción para evitar el error. Es el pecado del puritano. Le tiene tal aversión al pecado que, para no pecar, decide no actuar. Su fórmula es la parálisis en nombre de la pureza. La nada es el pozo de la inacción. Por aversión al pecado, el puritano se hunde en el mayor pecado de todos, que es la inacción.
Es mejor, como consecuencia, actuar para aprender que no actuar para no equivocarse. El puritano, a la inversa, opta por la inacción para evitar el error, sin darse cuenta de que el mayor error de todos es, precisamente, la inacción.
Si una persona acometida de puritanismo evitara toda acción para no equivocarse, se condenaría por no actuar, mientras una persona decidida a actuar acepta el riesgo que supone actuar. ¿Cuál de ellas, digamos, quedaría más lejos de la verdad? Dios también podría no haber creado al mundo. Pero lo creó. Al hacerlo, se resignó al pecado como imperfección, pero asimismo apostó a que habría más cosas buenas que cosas malas en el conjunto de la Creación. Nosotros fuimos, en cierta forma, la apuesta de Dios.
La conclusión es, en cierto modo, optimista. Pongámoslo así. Cuando el Creador nos creó, anticipó nuestras fallas. Al sopesarlas con nuestras falencias, supo que nuestro balance sería positivo. Entonces, nos creó. Para él, valdría la pena crearnos. La Historia está colmada de maldades. Pero la cuenta que hizo Dios desde el principio de los tiempos sugiere que, hacia al fin de ellos, tendría razón. Somos cocreadores. Sólo nos queda demostrar que, al crearnos, Dios no se equivocó. Para eso, estará la Historia.