El sector exportador está sufriendo las consecuencias de una política económica que se ha fijado como meta excluyente llegar al 10 de diciembre sin un episodio hiperinflacionario o una estampida cambiaria o bancaria fuera de control. Dentro de este marco defensivo, se ha dejado de lado cualquier medida o política que intente resolver los problemas de fondo. Por ejemplo, nada se hace para controlar o reducir un gasto público desbordado e ineficiente. Por lo tanto, no se puede reducir la asfixiante presión impositiva. No se pretende eliminar la inflación sino amortiguarla mediante instrumentos que producen otros efectos negativos, pero que son políticamente más soportables. La fuerte emisión requerida para solventar el déficit fiscal es en buena parte reabsorbida por el mismo Banco Central mediante la colocación de letras cuyo elevado stock y gravoso costo en intereses será parte de la herencia del 10 de diciembre. Esta estrategia afecta negativamente el nivel de actividad económica. Hay recesión y caída del salario real, pero el Gobierno la prefiere porque amortigua la inflación.

El ancla de un dólar casi fijo y el consiguiente retraso cambiario constituyen hoy otro de los instrumentos antiinflacionarios. Pero, en este caso, el castigo a las exportaciones es directo. Se agrava además por la revaluación internacional del dólar y por la caída de los precios agrícolas en los mercados externos. La cotización del dólar paralelo y la brecha cambiaria son controladas no sólo por los impulsos recesivos, sino por la venta fluida y creciente del "dólar ahorro". Para esto se utilizan reservas que son racionadas a los importadores. Con ese costo se logra crear un clima de cierta tranquilidad cambiaria que contribuye a evitar el riesgo de corridas. Las reservas internacionales se alimentan, o más bien dicho se inflan artificialmente, con el swap de monedas con China y con otros arbitrios. Sin embargo, la realidad es que se han reducido y son insuficientes para respaldar la base monetaria y menos aún para compensar los pasivos del Banco Central. Pero hay que llegar a diciembre sin desmadre. Los holdouts pueden esperar. Los arreglará el gobierno que venga.

A quienes más afecta esta política es a los exportadores: sus costos suben incesantemente y sus márgenes tienden al rojo. Y el castigo no termina ahí. La presión impositiva se abate sobre ellos, en particular sobre los productores de campo. Una de las reglas de una sana política económica es la de no exportar impuestos. Cualquier exportador que inevitablemente deba trasladar a su precio los que tuvo que pagar durante el proceso de producción y comercialización queda en desventaja respecto de quienes tengan incentivos o impuestos más reducidos. Debe resignarse a perder su mercado, a pérdidas y a tener que abandonar la actividad. Cuando pasa esto último, pierden todos: el productor, el Estado, los trabajadores y el país.

En 2002, se sumó un nuevo tributo: los derechos de exportación también conocidos como "retenciones". Este tributo es absolutamente atípico en el mundo, aunque frecuente en la Argentina. Pudo tener cabida cuando el tipo de cambio real era elevado y los precios agrícolas subían incesantemente. La situación cambió, pero los derechos de exportación se sostienen. Los reintegros que intentan compensar otros impuestos no abarcan las retenciones. Éstas no sólo gravan directamente el producido de la exportación, sino que por los complejos mecanismos impositivos reducen el derecho de recuperar otros impuestos.

El saldo favorable de la balanza comercial se desplomó y probablemente se anulará o cambiará de signo tras la salida estacional de la cosecha gruesa. El cepo cambiario no tendrá así visos de ser levantado. El castigo a las exportaciones resulta inexplicable. Las retenciones constituyen un gravamen abusivo, anticompetitivo e injusto. Su eliminación debe ser un objetivo de saneamiento económico que el próximo gobierno deberá compatibilizar con una política fiscal que lo haga factible y una política cambiaria libre de intervenciones.