Néstor Kirchner lo sabía, y por eso entró en pánico frente a la tragedia de Cromañón, o el asesinato de Axel Blumberg. Su propia muerte, la del expresidente, fue un gran catalizador que produjo varios cambios al mismo tiempo: una enorme empatía a favor de Cristina Fernández, la abrupta desaparición de todo lo malo que contenía el nestorismo y la percepción de que el gobierno, después de todo, había hecho muchas cosas buenas. Es verdad que además de todo eso, la economía, en octubre de 2011, gozaba de buena salud, y el consumo alcanzaba los picos más altos desde 2003. Pero la muerte de Kirchner le permitió a la presidenta ganar con más del 54% de los votos.

Tan inevitable y contundente parecía su victoria desde el principio, que Mauricio Macri, en el medio de los funerales, tomó la íntima decisión de no competir. Su influyente asesor, Jaime Durán Barba, se lo anticipó con crudeza cuando diagnosticó: "Es imposible ganarle a una viuda". Después de eso, otra muerte masiva, la tragedia Once, apuró el divorcio de la Presidenta con la llamada clase media argentina. Fue a pocos meses de su histórico triunfo, en el acto del Día de la Bandera, en Rosario, cuando luego de mantener un prolongado silencio sus labios pronunciaron las palabras "Vamos por todo".

Además, al mismo tiempo, ofendió a las víctimas, cuando intentó colocar en un mismo plano la muerte súbita de su esposo con la desaparición física de los 53 pasajeros del tren Sarmiento. También las muertes violentas de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán ayudaron al propio Kirchner a llegar a la presidencia de la República. Fue después de ese doble asesinato cuando Eduardo Duhalde, el presidente elegido por una Asamblea Legislativa, decidió anticipar las elecciones y convertir al entonces gobernador de Santa Cruz en su sucesor.

"El Cabezón se apuró. Si hubiera aguantado la presión de la opinión pública y hubiese demorado la convocatoria, hoy el país sería otro. Y mucho mejor", me dijo un peronista que trabajó con Duhalde, con Kirchner y se fue a su casa antes de la primera gestión de Cristina Fernández. Lo cierto, ahora, es que la muerte del fiscal Natalio Alberto Nisman volvió a dar vuelta al país, como una media, casi de un día para el otro. Si la jefa de Estado hubiera comprendido la verdadera dimensión del hecho desde las primeras horas posteriores al suceso, hoy no estaría pasando por el peor momento de su carrera política desde que asumió como presidenta de la Nación. Pero Cristina volvió a tropezar dos veces con la misma piedra. Y de nuevo intentó colocarse por encima de la historia, al proponerse, antes que nada como la primera víctima, y tratando, después, de dar lástima, para terminar acusando de golpistas, gorilas y destituyentes a todos los que no piensan como ella y su pequeño círculo de influyentes.

La marcha del silencio del miércoles pasado le debería haber servido para terminar de comprender lo que Nisman representa, más allá de su deseo. Nisman es el atentado contra la AMIA pero también José Luis Cabezas. Es la derrota de Malvinas pero también María Soledad Morales. Es el soldado Carrasco y Cromañón. Es el atentado contra la embajada de Israel y el hartazgo por todos los casos de corrupción que siguen impunes. Es Axel Blumberg y la fatiga política de contemplar al peronismo, el radicalismo y los dirigentes del sistema repartiéndose negocios millonarios mientras los índices de desarrollo del país se deterioran cada día más. Por eso, Mauricio Macri parece ser el principal beneficiario de los errores de la primera mandataria. Y ni siquiera Daniel Scioli, esta vez, parece haberse salvado del enojo y la indignación que generó a reacción del gobierno.

El jueves pasado me pregunté si a Cristina Fernández y sus incondicionales no les estaría pasando algo parecido a lo que sufrieron los militantes del Movimiento Todos por la Patria, quienes de tanto repetir y repetirse que se venía un golpe carapintada se lo terminaron de creer, y asaltaron la Tablada, con un saldo de locura, sangre y muerte que todavía se recuerda con dolor. No solo fue una aventura suicida. Fue también una alucinación colectiva, típica de una secta que ya no escucha nada más que los delirios de sus miembros. Lo sé porque días antes de la toma del regimiento fui invitado a tomar un café por Jorge Baños, uno de los atacantes. Era imposible tratar de convencerlo de que no estaban dadas las condiciones políticas para un nuevo golpe militar. Hace pocas horas, dos importantes hombres del gobierno me llamaron para decirme que no compartían mi análisis. Que les parecía una enormidad y una desmesura comparar a la conducción de este gobierno con el grupo de inconscientes que ocuparon Tablada. Intenté explicar que no fue mi intención emparentar la violencia del método, sino la manera paranoica e irreal que parece tener esta administración para analizar los hechos. Colocando a más del 70% de los argentinos el cartelito de golpista, gorila y destituyente. Quedamos en tomar un café. Ojalá, además de acusar y humillar, todavía tengan la capacidad de escuchar a quienes no piensen como ellos. Porque todavía faltan ocho meses para que la Presidenta termine su mandato.