No hay una única razón para la marcha: ni un reclamo ni un rechazo, dado que no se sabe qué ocurrió hace un mes. Entre quienes estarán presentes, algunos así lo han expresado, están movidos por el deseo de rendir homenaje a un colega que, a pesar del alto rango que ocupaba en uno de los poderes de la República, no mereció los honores que el Estado hubiera debido conferirle. Para muchos otros, que no conocieron al hombre, el homenaje no será la razón principal de la asistencia.
La diversidad de motivos y argumentos que se han dado en los días previos tanto para participar de la marcha como para estar ausente indican con más claridad el estado intelectual, político y emotivo de la opinión pública que si la manifestación hubiera sido convocada bajo una consigna única. Los que participarán de ella son, fundamentalmente, personas que desean expresar preocupación, angustia o enojo, pero que quieren hacerlo junto con otros, hacerlo en público, convertir esos sentimientos, por tanto, en un hecho político. Un hecho político despojado, sin embargo, de toda representación: no son los partidos políticos, ni los sindicatos, ni las organizaciones sociales quienes convocan y dan el motivo, sino la multitud, la multitud en el sentido que Spinoza dio a este término, como algo opuesto al pueblo. No es en efecto el pueblo, uno, unánime, alineado detrás de un líder, o de una palabra, o de una causa, el que toma la calle hoy por la tarde, sino una multitud plural de seres que en su diversidad encarnan distintos ideales de vida y de sociedad, pero que se reúnen porque sienten que lo ocurrido con la muerte de Nisman pone en cuestión la posible realización de cualquiera de esos distintos ideales.
Quienes se manifestarán esta tarde no lo harán porque la muerte de Nisman sea el argumento de unos contra otros, ni porque exprese la razón criminal contra la razón de Estado, ni la razón mafiosa contra la razón institucional, sino porque expresa la puesta en crisis de toda razón, la irrupción de lo irracional violento en una sociedad en la que la violencia sustituyó ya una vez el lenguaje de la política (y las consecuencias de esa sustitución siguen afectando, décadas después, nuestra vida en común). Seguramente, lo único que comparten todos los que se encontrarán esta tarde, en la plaza pública, es el rechazo de esa forma de la sinrazón, el retorno de lo más temido.
El Gobierno es poco inteligente al condenar la manifestación, la expresión pública en las calles del país. Debería ser parte de la marcha, participar de ella y compartir de este modo un sentimiento en el que no se cifra una acusación, sino un temor, el temor de que la nueva clave que dé sentido a la partitura sobre la que se escribe la política argentina sea la muerte. Pero el Gobierno ha perdido toda capacidad para percibir el sentimiento público y, carente de empatía, no puede actuar de un modo distinto. No puede, principalmente, ya que el Gobierno, y Cristina Fernández en particular, ha renunciado a encarnar la representación que su rol institucional le exige. En efecto, desde la muerte de Nisman, la Presidenta abandonó los atributos simbólicos de su cargo: ni el medio ni el mensaje, nada en lo dicho ni en el modo de decirlo desde entonces está dirigido a los siempre invocados "cuarenta millones de argentinos".
La acusación según la cual la manifestación de hoy por la tarde es un paso más de lo que sus funcionarios y seguidores designan como "golpe blando", como intento de destitución del Gobierno, es más bien la interpretación proyectiva de lo que el Gobierno mismo ha venido realizando sistemáticamente. Porque si el resultado de un golpe de Estado significa la interrupción del funcionamiento de las instituciones democráticas y republicanas, algo muy parecido a eso ocurre en un país en el que la deliberación parlamentaria es inexistente, el funcionamiento del Poder Judicial está interferido por el Ejecutivo y el Ejecutivo convoca a la fiesta popular en momentos de gravedad y angustia. La manifestación de hoy, entonces, es también una manifestación a favor del Gobierno: no una exigencia de ruptura sino de continuidad, no un apoyo a sus actos sino a su existencia misma, a una existencia amenazada desde adentro por quienes deberían haberla protegido pero han sido incapaces de hacerlo.
Dos epitafios suceden a la muerte de los hombres públicos: uno, el que es común a todos, será inscripto en la lápida. Es el texto con el que sus prójimos desean recordarlo, el que evocará algo en quienes compartieron algún momento en el trayecto de una vida: familiares, amigos, compañeros. Ellos conocieron el tono de una voz, los gestos de las manos, gustos y hábitos, temores e ilusiones: lo que hace, en suma, de esa persona alguien singular. Pero hay otro epitafio, el que el público, a lo largo del tiempo, va inscribiendo en su propia historia con la caligrafía de la vida del muerto. Un epitafio que no se graba en la piedra de la lápida, sino en el relato de quienes vieron sus vidas afectadas por él, no por el hombre o la mujer concretos, no por la interacción personal con el muerto, sino por los efectos interpuestos que sus actos, sus hechos o sus decisiones provocaron en la vida social.
Si el primer epitafio, el de los próximos, es la marca del final de la vida y da inicio a la recordación, el otro, el epitafio público, es el comentario en proceso que las diversas voces implicadas irán articulando, nunca definitivo, nunca unánime. La manifestación de hoy, a un mes del fallecimiento de Nisman, es parte de la escritura de ese epitafio. No sabemos, todavía, qué quedará allí dicho, pero sabemos algunas de las cosas que no quisiéramos que quedaran inscriptas. No quisiéramos que diga, por ejemplo, que junto con el fiscal Alberto Nisman yace enterrada la verdad del atentado contra la AMIA. No quisiéramos que diga que junto con Nisman yace la verdad sobre su propia muerte. No quisiéramos que ese epitafio consagre también la impunidad en la Argentina, el crimen sin castigo, el dolor sin reparación, el daño sin reproche.
Las escrituras funerarias -obituarios, discursos fúnebres, composiciones conmemorativas- son, como recuerda el historiador Armando Petrucci, "una práctica de los vivos dirigida a otros vivos, una práctica sustancial y profundamente política". Es en ese sentido que la manifestación de hoy, 18 de febrero, es política: es el modo en el que la multitud comienza a escribir sus sentimientos y sus ideas a propósito de la muerte de Alberto Nisman en el espacio público, en el que las calles serán convertidas en los renglones de un texto que quiere ser, también, trinchera y muro, límite a las pasiones oscuras de una sociedad que, con frecuencia, olvida que la vida en común sólo es posible si se organiza en torno de la palabra, pero de una palabra que circula, que no es emitida por alguien que le habla al pueblo devenido masa, sino una palabra de los ciudadanos, democrática, plural y diversa. Una palabra pública, siempre más valiosa que los secretos camuflados en supuestas razones de Estado, esas razones que llevaron a la firma de un acuerdo espurio, furtivo, subrepticio y clandestino que tuvo, entre sus consecuencias, la muerte de un fiscal y la necesidad de reunirnos, hoy, para contribuir en la escritura de su epitafio.
El autor es ensayista y editor