El pronóstico es incierto; más allá de afirmaciones enfáticas y divisivas, la
situación electoral está todavía en estado gaseoso. Del lado de la oposición,
mientras la opinión social llega a acuerdos generales sobre lo que quiere, los
políticos que deberían instrumentarlos compiten en lugar de acordar. Están
jugando con fuego.
El Gobierno está en retirada y libra combates de retaguardia. Pero sus partidarios se mantienen activos y compactos detrás de una férrea jefatura, que hasta ahora ha sido capaz de subsumir diferencias, acotar las deserciones y conservar la iniciativa política. Más aún, pueden exhibir un alto nivel de aceptación de la imagen de la Presidenta. Si están yéndose, no lo parece. Sus alarmantes avances sobre las instituciones recuerdan aquellas "revoluciones legales" con las que en su momento Mussolini y Hitler transformaron su gobierno legítimo en dictadura.
El campo opositor es mayor, o al menos con mayor potencial para crecer, pero carece de esa cohesión que algunos envidian a sus adversarios. Por ahora, se mueve en dos esferas separadas. En el ámbito de la sociedad civil se ha conformado un consenso acerca de lo que debería hacer el próximo gobierno y quizá los dos los siguientes. Los políticos opositores comparten estas ideas en términos generales, pero tienen otras prioridades. Hoy libran una suerte de gran interna en la que se decidiría quién de ellos capitalizará al sector de los que quieren un cambio. Están compitiendo, y no les interesa mucho pensar en términos de acuerdos o colaboración.
En los últimos años, la sociedad opositora ha hecho un buen trabajo de reflexión. Hay una efervescencia manifiesta en muchos ámbitos: proliferan los foros en las universidades, las organizaciones profesionales, las iglesias y los círculos de sociabilidad. Los artículos de opinión abundan en la prensa no gubernamental y se multiplican los clubes y grupos intelectuales o políticos. Hasta en el sindicalismo sus discusiones van un poco más allá de sus intereses corporativos. La habitual fragmentación sectorial va transformándose en una convergencia centrada en torno al interés general.
Dos ejemplos testimonian este cambio: la Convergencia Empresaria y la Confederación de la Sociedad Civil. Esta última, muy reciente, tiene en su base varias decenas de miles de asociaciones voluntarias, dispersas por el país y consagradas cada una a una acción específica. La fragmentación muestra su riqueza y también su debilidad para hacerse oír. Para participar en el gran debate de la hora, hoy unifican su voz, se concentran en veinte propuestas y lanzan una campaña, la Ola Transparente. Apuntan a un modo deseable de gestión de lo público cuya contracara, la corrupción, está hoy en el centro de las preocupaciones ciudadanas.
El Foro de Convergencia Empresaria, también reciente, es notable por dos razones. Los empresarios posponen los intereses sectoriales que tradicionalmente los han dividido y formulan una propuesta conjunta. Pero además ésta se centra en cuestiones públicas, como la institucionalidad, las capacidades estatales o la equidad social, cuya importancia descubren en parte porque lamentan la falta de seguridad jurídica para sus negocios y en parte por razones más amplias de responsabilidad ciudadana.
En estos espacios sociales donde se forma la opinión se ha llegado a un acuerdo básico sobre lo que esperan de los próximos gobiernos. Una primera coincidencia consiste en postergar diferencias menos urgentes para sostener el complicado trabajo de recuperación de instituciones, prácticas y valores que en las últimas décadas fueron quedando en el camino. Luego, dicho en trazos gruesos, hay que reordenar la macroeconomía, recuperar las instituciones, reconstruir las capacidades del Estado, particularmente en los campos de la seguridad, la educación y la salud, y sobre todo normalizar la sociedad, integrando al mundo de la pobreza.
También importan las cuestiones de forma y modo: los cambios deben ser a la vez profundos y muy graduales; los costos de la crisis deben repartirse equitativamente; la gestión de gobierno debe sumar eficiencia, transparencia y participación. Es un programa razonable, con un flanco débil: por ahora carece de épica y de mitos movilizadores, algo central en la política actual.
Esta coincidencia, valiosa pero limitada, debe ser traducida en programas de gobierno más específicos, que requieren negociación sobre cuestiones particulares. Ésta es la tarea de los partidos políticos. Pero hoy los candidatos no están preocupados por estas cuestiones. Les importa más captar otro sector de la opinión social, más volátil e impreciso, que comparte algunas inquietudes de los pensantes, pero está más atento a la imagen del político y a las promesas de felicidad pronta y sin costos.
Para capturarlos, los candidatos no quieren atarse demasiado a programas, pues necesitan libertad para adecuarse, día a día, a sus cambiantes estados de ánimo, tal como se lo muestran las encuestas. No les falta razón, pues este sector incluye a muchos que aún no han decidido si votarán a favor o en contra de un candidato gubernamental, y son quienes en definitiva decidirán la elección.
La paradoja reside en que cuanto menos se definen los políticos, más difícil les será presentar a los votantes una alternativa creíble, por su contenido y por la solidez del acuerdo que la respalda. Algunos esforzados diputados y senadores procuran construir esos acuerdos en el Congreso; pero entretanto sus jefes transitan el camino de una diferenciación confrontativa, que podrá darle a uno de ellos el triunfo dentro del campo opositor, pero debilitará a la oposición en su conjunto.
En algún momento del complejo ciclo electoral de 2015 los políticos opositores necesitarán llegar a un acuerdo que traduzca lo que está en el aire de la sociedad opositora. Es difícil que incluya a todos, pero deberán estar los más importantes. Para alcanzarlo se requiere menos provincianismo, más amplitud de miras y fundamentalmente una voluntad acuerdista acorde con lo dramático del momento.
Luego, habrá mucho trabajo técnico por hacer. Para ganar una elección no basta con las consignas fáciles que los candidatos despliegan hoy en los medios. Se necesita algo más fino, que trace los objetivos generales -quizá tener "un país normal"- y que atienda a la gradualidad y al modo de desarmar, sin que estalle, el aparato infernal que recibirá el nuevo gobierno. Esto es responsabilidad de los equipos de expertos que rodean a los candidatos. No son muy diferentes entre sí, y es fácil que se entiendan, si las directivas van en ese sentido.
El mayor problema del hipotético ganador será encontrar la manera de emprender con claridad un nuevo rumbo a partir de una situación coyuntural muy difícil y por ahora imprevisible. No podrá evitar el afectar intereses quizás espurios y hasta delictivos, pero bien establecidos y con mucha capacidad para resistir. Tampoco podrá evitar que los costos de estos doce años caigan sobre quienes no deberíamos tener que pagarlos. El remanente del antiguo régimen conservará importantes posiciones y seguramente capitalizará estos problemas. El nuevo gobierno deberá tener espaldas fuertes; mucho más que las de cualquier candidato. El acuerdo que reclama la sociedad opositora será entonces inevitable e indispensable.
Pero antes de eso están las elecciones, abiertas a muchas alternativas. Es una elección decisiva; apostar a 2019 no tiene sentido. Hoy hay una oportunidad: el momento fugaz en el que los dados todavía no están echados. Para capturarla, además de buenas intenciones, hacen falta decisión y unidad de criterio. El mundo de la opinión opositora y el de los políticos debe conectarse. Pero pasa el tiempo y cada uno de estos mundos sigue girando a su ritmo, sin que la esperada conexión se concrete. Algo está fallando en la transmisión o quizás en el embrague. Además de candidatos, necesitamos un buen mecánico.