Habrá que observar hasta cuándo. Estas serían las consecuencias iniciales de la decisión adoptada por Cristina Fernández: elevar a Oscar Parrilli a la titularidad de la Secretaria de Inteligencia (SI); cubrir la vacante de la Secretaria de la Presidencia con el senador Aníbal Fernández.
Ambas cuestiones permitirían descubrir el mismo hilo conductor. La Presidenta continúa siendo incapaz de reconocer la realidad. El problema, por ejemplo, no sería la corrupción que apesta en el kirchnerismo: sería la rebelión de la corporación judicial, en apariencia enojada por el impulso de sus reformas. Tampoco el problema serían sus repetidos errores de gestión o la incompetencia de su equipo: habría sobre todo, según ella, un déficit en la comunicación oficial. El síndrome que suele atacar, implacable, a los mandatarios que andan por el camino del adiós. Lo sufrieron Raúl Alfonsín, Carlos Menem y hasta Fernando de la Rúa, en víspera de su derrumbe.
La operación presidencial en la Secretaria de Inteligencia arrancó a casi los últimos sobrevivientes del poder que compartieron la vida y las correrías de Néstor Kirchner. Se fueron Néstor Icazuriaga y Francisco Larcher, hombres de distinta reputación pero atraídos por el ex presidente a ese universo donde supo hacer cohabitar a pocos “ángeles” con muchos demonios. Icazuriaga estuvo al comando de la SI, ex SIDE, desde diciembre del 2003. Reemplazó a Sergio Acevedo, que renunció para convertirse en gobernador de Santa Cruz. En ese lugar, por oscuridades administrativas –resistió el pago de sobreprecios en obras públicas impulsadas Julio De Vido--, rompió para siempre su relación con el matrimonio presidencial.
El arribo de Parrilli al sillón de Icazuriaga no refleja, tal vez, la verdadera dimensión de la maniobra dispuesta por Cristina. Difícilmente el ex secretario posea la talla para ordenar un organismo de unos 2.500 agentes encubiertos convertido en diáspora, básicamente, por tres razones: el pacto rubricado con Irán que desairó todos los trabajos de la ex SIDE sobre la pista iraní por el atentado en la AMIA; el papel que, a partir de ese instante, se concedió a Milani como jefe del Ejército para realizar espionaje interno; la política partidaria que profundizó divisiones desde que en 2013 Sergio Massa resolvió enfrentar al kirchnerismo. ¿Sera ese déficit del neuquino cubierto por el militar?
Debajo de Parrilli estará Juan Martín Mena. Se trata del Subsecretario de Política Criminal del ministerio de Justicia y jefe de gabinete del titular de esa cartera, Julio Alak. Mena está ligado a la organización K Justicia Legítima, a través del camarista Alejandro Slokar. Goza de la simpatía del todavía juez de la Corte Suprema, Raúl Zaffaroni. El debutante en la Inteligencia será el encargado de intentar sofocar aquella supuesta rebelión de los jueces. Hace rato que recorre –sin mucha suerte– los pasillos de Comodoro Py. Ocurre una cosa: el ahora funcionario de la SI fue entusiasta promotor de aquella reforma del 2013 que, de modo parcial, abortó la Corte Suprema y del Código Procesal Penal aprobado por el Congreso. Pergaminos poco recomendables para que los magistrados le franqueen sus puertas.
Mena contaría con otro aditivo político. Pertenece al círculo del diputado Eduardo De Pedro. Es decir de La Cámpora –la viga maestra de la estructura cristinista– y de su jefe habitualmente clandestino, Máximo Kirchner.
De la capacidad que sepan combinar Parrilli y Mena dependería, en buena medida, el destino de Milani. El general se habría comenzado a convertir en una carga incómoda para la Presidenta. Días pasados la mandataria tuvo un diálogo reservado con las autoridades del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS). Esos hombres insistieron con los cargos contra el militar por su actuación durante la dictadura. Se lo involucra en la desaparición en junio de 1976 del conscripto Alberto Ledo, en Tucumán. La misma responsabilidad le endilgan kirchneristas insospechados de faltarle lealtad a Cristina. Si algo faltaba para fogonear las sospechas fueron los elogios que dispensó a Milani el ex represor Ernesto Barreiro, del centro de detención La Perla, en el juicio oral a que se le sustancia por violaciones a los derechos humanos.
El general lidia con otro flanco muy débil. La causa por enriquecimiento ilícito a raíz de su crecimiento patrimonial; presuntas irregularidades en un convenio firmado con el Mercado Central por compra de alimentos para el Ejército. El trámite está en manos de Daniel Rafecas. Ese juez se mueve sobre terreno cenagoso. Fue apartado de la causa Ciccone después que dispuso un allanamiento en un departamento de Amado Boudou. El kirchnerismo impulsó su juicio político en el Consejo de la Magistratura hasta que la situación de Milani llegó a su despacho. Ni bien solicitó a la AFIP y a la Oficina Anticorrupción copias certificadas de las declaraciones juradas del militar, aquella ofensiva K se frenó. La causa navegaría ahora aguas muertas, pese al impulso que pretendería darle el fiscal Jorge Di Lello.
Pero a esta altura de los acontecimientos nada representa una garantía para el kirchnerismo. Después del embate que sufrió por Boudou, el juez Rafecas buscó refugio para no quedar enredado en la pelea entre Cristina y la mayoría de los jueces federales. ¿Permanecerá así mucho tiempo mas? ¿O haría al final causa común con la corporación sabiendo que el Gobierno ingresa en su año final? Esa duda carcomería al poder.
La futura tarea de Parrilli y Mena de atajar a los jueces será tan o mas difícil que la de disciplinar a los espías. Algo conoce el ex secretario de la Presidencia sobre esos menesteres. Alguna vez tuvo que presentarse ante la Justicia (julio de 2008) por una red dedicada a hackear a políticos, empresarios, periodistas y famosos. Pero ese episodio, quizás, haya sido un paseo por Disneylandia comparado con lo que le aguarda en la SI, cruzada de amenazas internas, intrigas y muertes. En esas aguas Milani de movería como un pez. En la decisión de Cristina de remover la cúpula de la SI habrían incidido novedades de los últimos días. En especial, el reportaje concedido a la revista Noticias por el agente de inteligencia Antonio Stiusso. Su relato sirvió para apreciar el grado de descomposición del organismo.
Probablemente todo lo decidido resulte estéril ante la profundidad del problema. Pero Cristina, lo ha demostrado siempre, es muy proclive a los maquillajes más que al rastreo de soluciones. Supone que Aníbal Fernández, en este enroque de figuras, podría tener mayor eficacia que Capitanich para explicar cada mañana aquello que, para el común de los argentinos, resulta inexplicable.
Nadie cree que el senador pueda con un pase de magia hacer algo que se le torna imposible al jefe de Gabinete. Podría agregarle verborragia, dosis de mordacidad y, al principio, una virtual autoridad que Capitanich extravió hace rato. Pero el dilema nunca han sido ellos: son, en verdad, las creencias presidenciales y su estilo irreductible para practicar la comunicación. ¿Cómo suponer, por caso, que la emisión de deuda de Axel Kicillof fue un éxito cuando casi no existieron compradores?
La desesperación de Cristina por imponer su palabra contó con un último gesto de chavismo tardío. Cada vez que hable por cadena nacional, su mensaje será reiterado en horarios centrales de radio y TV.
Sería la admisión de su derrota, en esa pasión que puso para sustituir las voces s del periodismo críticos por otras sólo complacientes.