Hace más de 35 años compraba 80 hectáreas en las cercanías de Luján con la idea de generar un proyecto productivo probablemente impulsado por mis genes gallegos, y también por esa vocación innata que tenemos desde siempre los hombres de producir alimentos y construir casas. En mi caso, además, por hacer algo alejado de las finanzas, concreto y tangible, que pudiera ser entendido por mis hijos y nietos. Le pusimos de nombre La Salamandra por el libro de Morris West, en el que una secta italiana de la posguerra se llama así "porque sobrevivía en el fuego, o sea, en el infierno".

En 1990, concretaba la importación de búfalas para desarrollar la famosa mozzarella, y un año más tarde, con la asistencia técnica de Lapataia de Uruguay, iniciaba la producción de dulce de leche. Lo que siguió es conocido: una historia exitosa por sus logros productivos y por su imagen, apoyada en un equipo inexperto, pero que tomó el proyecto con enorme entusiasmo y dedicación. Y vinieron los premios Konex, Invertir, Exportar, entre otros, y en 2000 el premio de oro en el Fancy Food Show de Nueva York, el Oscar de los alimentos finos. Nuestro dulce de leche se instaló en las vitrinas de Dean & Deluca, William & Sonoma, Harrods, donde, en muchos casos, era el único producto del hemisferio sur.

Pero las exigencias del éxito comercial nos obligaron a endeudarnos, y a mediados de 2001 tomé la difícil decisión de incorporar un socio para reducir el endeudamiento externo. A partir de entonces se fue diluyendo el espíritu de la pequeña empresa original, y en 2002 vendí la totalidad de mis acciones de La Salamandra SA, pensando que el comprador, perteneciente a un tradicional grupo industrial argentino, consolidaría la proyección de la empresa.

No fue así, y la empresa nunca recuperó una rentabilidad razonable, a pesar de los numerosos cambios de gestión y de estrategia. En 2012, en medio de un conflicto sindical, compró la empresa Cristóbal López, quien tampoco fue capaz de hacerla rentable, lo que llevó al reciente cierre de la planta. Cabe preguntarse qué está pasando en la Argentina de los últimos 25 años para que una fábrica de dulce de leche de reconocida calidad en el mundo no sea rentable.

La Argentina de 50 o 70 años atrás vio crecer fortunas de la mano de los fundadores de Havanna, de Arcor, de Mastellone, de Molinos, de Terrabussi y de tantos otros nombres ligados a las actividades agroindustriales que combinaban las materias primas que proveía nuestra tierra con las técnicas y el espíritu emprendedor de esos inmigrantes.

Pero en los últimos 40 años, las nuevas fortunas están asociadas a la especulación financiera, a la soja, a las actividades reguladas, como la minería, el petróleo, los servicios públicos privatizados o el juego. O directamente a los proveedores del Estado.

El caso de La Salamandra no es único. Otro producto tan argentino como el vino malbec no logra convertir a las prestigiosas bodegas argentinas en empresas rentables, como hubiera sucedido en otros países mejor organizados en materia productiva. Podríamos agregar a la lista a los productores de yerba mate, a los olivares y sus aceiteras, a la industria frigorífica, a las prestigiosas empresas lácteas, a las frutícolas. Son miles de empresas que se abastecen de nuestras materias primas y que deberían ser la principal fuente de empleos repartidos equilibradamente por todo el territorio nacional, pero que no logran desarrollarse plenamente, salvo contadas excepciones.

Sin despreciar lo que significa la industria metalúrgica, la automotriz y muchas otras actividades, incluidas las de servicios, resulta obvio que las actividades agroindustriales deberían ser de las más rentables y dinámicas en un mundo demandante de alimentos finos, considerando las ventajas que tiene nuestro país en estos rubros.

¿Cuáles son las razones del fracaso? No hay que caer en el simplismo de pensar que estas dificultades se iniciaron con el gobierno kirchnerista. El maltrato a las pymes agroindustriales viene de varias décadas atrás, y sería un legado de La Salamandra que los dirigentes comprendieran la necesidad de crear las condiciones necesarias para el crecimientos de estas empresas, que pueden contribuir al bienestar de los argentinos en mucha mayor medida que cinco Vacas Muertas.

Las causas de este fracaso son conocidas, pero vale la pena insistir en ellas:

1. Un atraso cambiario del 30%. En más de la mitad de los últimos 40 años, la Argentina tuvo una moneda fuertemente apreciada que atentó contra la rentabilidad de la exportación de estas actividades. A veces con música de derecha, como en los 90, otras veces con música de izquierda, como en la década kirchnerista, pero siempre el atraso cambiario fue una herramienta del populismo cortoplacista, ya que es la decisión consciente de los políticos que procuran conseguir apoyos fáciles, permitiendo que salarios industriales mediocres puedan comprar celulares, plasmas, motos, viajes y autos, todos productos importados. Obviamente, con el tiempo, cae el empleo y se deterioran las cuentas fiscales y externas, y consecuentemente desaparece esa burbuja artificial; pero mientras tanto se ganan elecciones y se acumula poder político.

2. Una presión tributaria superior al 44%. Las pymes agroindustriales que trabajan en la legalidad soportan una presión tributaria, incluidos impuestos al trabajo, que duplica la prevaleciente en la Europa mediterránea, y es entre 10 y 15 puntos más alta que la que sufren las pymes de la región. En todo el mundo desarrollado hay ventajas impositivas para las empresas pequeñas, no porque sean más débiles, sino porque no tienen los recursos ni la tecnología de las grandes empresas para eludir legalmente impuestos. Entonces, una pequeña empresa como La Salamandra, que cumple rigurosamente con las leyes, se ve expuesta a la competencia desleal de las otras que logran evadir impuestos ante la mirada complaciente del gobierno.

3. Rigidez sindical. Lo que es lógico que un sindicato exija en una empresa grande hace inviable a una empresa pequeña, donde es imprescindible cierta flexibilidad en la asignación de tareas y de horarios. Nuestras normas sindicales prohíben esta flexibilidad y encarecen los costos laborales hasta lo insoportable.

4. Regulaciones. Hay un exceso de regulaciones de Senasa y otros organismos de control. He recorrido numerosas pequeñas empresas queseras de Inglaterra, Francia e Italia, y la inmensa mayoría no cumpliría las exigencias de nuestro Senasa, a pesar de la excelente calidad de sus productos. Al igual que las exigencias sindicales, son normas pensadas para las empresas más grandes; al imponerlas a las pequeñas, las sacan del negocio. Incluso, en materia financiera no hay distinción en los requisitos para el otorgamiento de un crédito de cientos de millones de pesos con otro mil veces más chico.

5. "La mesa de los argentinos". Bajo esta bandera, este gobierno castigó injustamente a los productores de los alimentos básicos, creyendo erróneamente que así contribuía a paliar el hambre que sufre un 10% de los argentinos. Deberían haber implementado un plan de subsidio en dinero a los necesitados, en lugar de entorpecer la producción de alimentos, lo que llevó a la escasez de pan, leche y carne, lo que provocó un alza excesiva en sus precios. Además de los controles de precios, tuvimos que soportar precios máximos y trabas a las exportaciones, y una burocracia que hacía inviable la exportación de alimentos perecederos, como los quesos que exporta La Salamandra.

Seguramente los accionistas y gerentes de La Salamandra tienen alguna responsabilidad adicional a las limitaciones que el entorno le impuso a la empresa, y esta nota no pretende exculparlos. Pero debemos llamar la atención de las clases dirigentes sobre la problemática de las pymes agroindustriales, porque son cientos de miles de emprendimientos que podrían crear millones de puestos de trabajo legales y bien pagos, y también generar exportaciones e impuestos para una Argentina productiva. La Salamandra merece salir de este infierno.

El autor, economista, fue presidentedel Banco Central de la República Argentina