Alicia, ministra de Desarrollo Social e invitada, terminaba de comer con sus hijas en la quinta de Olivos cuando su cuñada y anfitriona, la presidenta de la Nación, anunció que se retiraba a su cuarto. No eran excusas: estaba realmente dolorida y se sentía mal. Lo que al principio pareció un simple malestar se volvió inquietud con la primera revisión de la Unidad Médica Presidencial: la jefa del Estado tenía 40 grados de fiebre, por lo que decidieron trasladarla enseguida al sanatorio Otamendi. Fue el principio de la internación, anunciada en el anochecer del domingo por Alfredo Scoccimarro, vocero presidencial.
No se sabía casi nada. Sin motivo aparente, Cristina Kirchner había sufrido una inflamación intestinal que, se informó después, favoreció el traslado de las bacterias a la sangre, infortunio que le provocó la infección que se conoce como bacteriemia. Fueron momentos de tenso silencio. Hubo que esperar 48 horas, siempre con fiebre alta, para que los análisis clínicos dieran con el origen de todo: aparentemente, determinaron los estudios, la infección había sido causada por ingerir comida en mal estado.
El resto de la historia es conocido y tranquilizador: la paciente está bien y se recupera en su casa mediante antibióticos y un régimen alimenticio. Pero cada problema de salud de Cristina Kirchner refuerza aquí la noción de un país hiperpresidencialista que, para peor, ha dejado hace tiempo de confiar en su vicepresidente. Débora Giorgi, ministra de Industria, acaba de definirlo con una confesión personal: "La Presidenta nos manda indicaciones por mensaje de texto y mail, teniéndonos a todos bien cortitos".
Esa figura de conductora inapelable que se agiganta explica además por qué el proyecto nacional y popular necesita imperiosamente de un eventual regreso al poder más allá de lo que pase en diciembre de 2015: no hay verdadero kirchnerismo sin un Kirchner. Lo admiten desde integrantes de La Cámpora hasta Casey Wander: el proyecto es por 50 años. Pero esa militancia que prepara a disgusto su vuelta al llano es a la vez representativa de un sector menos ideologizado y acaso más gravitante: el universo de empresarios, principalmente fabriles, que han sido beneficiados con las políticas de sustitución de importaciones aplicadas desde 2002 y temen una "vuelta a las políticas neoliberales".
Hasta ahora, todos ellos eran parte de un establishment que venía disimulando sus divergencias en reclamos ante enemigos comunes como la inflación, el default, el alza de costos, las extravagancias energéticas o la pérdida de competitividad. Pero es probable que las divisiones empiecen a ahondarse en la medida en que se acerca el final y se insinúa qué modelo de país puede venir.
Algunos desencuentros ya no son sutiles. Durante el último Coloquio de IDEA, los dirigentes fabriles Héctor Méndez y Cristiano Rattazzi tuvieron que sentarse más de una hora con los banqueros Claudio Cesario, Gabriel Martino y Enrique Cristofani para atenuar la furia que había desencadenado en el sector financiero una idea gestada en la Unión Industrial Argentina (UIA): pedirle a Alejandro Vanoli, líder del Banco Central, la vuelta de créditos a la producción a tasas que están en la mitad de la inflación. Y hace dos miércoles, Daniel Donikian, jefe de la Cámara Industrial de Manufacturas del Cuero, sacudió un encuentro en el Ministerio de Economía con un reclamo impetuoso: "Las curtidoras tienen el mercado distribuido entre cuatro empresas que manejan los precios -dijo-. Necesitamos que se les aplique la nueva ley de abastecimiento". Era un hierro caliente incluso para los funcionarios que lo escuchaban, como Ariel Langer, subsecretario de Comercio Interior, u Horacio Cepeda, jefe de Gabinete del Ministerio de Industria. Langer es un entusiasta defensor de la norma que acaba de aprobarse en el Congreso, pero prefirió contenerse. "La ley es clara, por suerte la tenemos, pero es para casos extremos; tratemos de que éste no sea uno de esos casos y que puedan dialogar entre las partes", dijo. La pretensión de Donikian, respaldada allí por Alberto Sellaro, líder de la Cámara del Calzado, obedecía en realidad a dificultades en eso que Langer llama "diálogo": hace tiempo que Augusto Costa, secretario de Comercio, intenta sin éxito que toda la cadena de valor del cuero firme un acuerdo de abastecimiento y precios.
Esa ley volverá a desencadenar asperezas días antes de que la Presidenta vaya con sus ministros a la Conferencia de la UIA. El Grupo de los Seis, que nuclea a los sectores más representativos de la economía, acaba de acordar impugnarla en la Justicia: el martes, cada cámara firmará por separado una presentación sustentada en la figura de "daño inminente" para pedir la inconstitucionalidad. Es decir, se la considera perjudicial aún antes de que el Gobierno atienda las urgencias de Donikian.
Será el principio de una pelea que despunta también en la UIA. "Nosotros no estamos de acuerdo: es un negocio para abogados", objetó hace un mes en una reunión interna Carlos Garrera, de la Asociación de Industriales Metalúrgicos (Adimra), delante de Daniel Funes de Rioja, abogado laboralista y uno de los directivos que impulsan la demanda. Pero la UIA decidió avanzar en la presentación y, hace diez días, Juan Carlos Lascurain, también de Adimra, volvió a provocar en Parque Norte durante un seminario en que se ovacionaba a Cristina Kirchner: "No estamos de acuerdo. Hay un grupo de AEA [la Asociación Empresaria Argentina] inserto en la UIA". Anteayer, en el mismo escenario, Adimra buscó anticiparse a la discusión. Convocó a todos los gremios metalúrgicos y a cámaras afines al Gobierno a firmar una especie de decálogo fabril: qué es, en la década ganada propia, lo que no se debería revocar en los próximos años en la Argentina. Un "Nunca Menos" de la protección industrial.
La iniciativa tiene un doble propósito. Primero, mostrarse fuertes frente a la próxima elección de autoridades en la UIA, después de marzo, cuando probablemente recrudezcan las diferencias. La segunda intención es más sutil e inmediata. Saben que, con las encuestas de diciembre en la mano, los precandidatos iniciarán su clásica ronda de pedidos de colaboración. No se trata sólo de financiamiento de campañas, asignatura que la democracia argentina no ha resuelto y que se sigue concretando del modo más elemental, casi sin excepción, en bolsos, cajas de zapatos o fantasmagóricos aportes a fundaciones, sino también de pedidos de aporte logístico para actos: camiones, ómnibus, infraestructura, agua, alimentos.
No se equivocaba Néstor Kirchner cuando decía que no hay política sin caja. Es indudable que ese concepto acompañará al país por muchos años, con o sin kirchnerismo.