En todos los países democráticos donde en verdad funciona, la democracia admite la competencia por la primacía entre los partidos, que se resignan de antemano a la rotación cuando ella no los bendice.

La falla de origen del cristinismo fue, en tal sentido, no adaptarse a esta contradicción. Cristina Kirchner quería ganar "siempre". Esta pretensión monopólica reforzó los alcances de su ambición cuando estaba en alza, volviéndola verosímil, pero no pudo adaptarse cuando estaba en baja y no pudo asimilar, por consiguiente, los tiempos de la derrota. Estos tiempos, ahora, le están llegando. Lo que viene, quizás, es el negro aprendizaje de la declinación.

El sistema político argentino actual padece de una falla de origen. Por definición es pluralista, pero por vocación es autoritario

Los partidos democráticos necesitan, en suma, competir como si pudieran ganar siempre, pero perder pese a ello a sabiendas de que pueden perder en cualquier momento. Esta mezcla sutil de triunfalismo y derrotismo es la esencia de la democracia, porque gracias a ella subsiste el sistema tanto en las buenas como en las malas, y porque el sistema necesita la sucesión, la alternancia de estas dos circunstancias para perdurar él mismo más allá los cambiantes disfraces de sus éxitos y de sus derrotas.

La democracia, de este modo, perdura, a través de los éxitos y los fracasos sucesivos de sus partidos. Es que los partidos son la parte y sólo la democracia, con ayuda de aquellos vaivenes, forma el todo. Quizá Cristina ha sido, después de todo, sólo una versión juvenil, adolescente, de la democracia que, trabajosamente, vamos adquiriendo los argentinos.

Cristina no ha sabido distinguir, por otra parte, entre "continuismo" y "continuidad". Esto es lo que han aprendido a hacer las democracias viejas, habitadas por la sabiduría de las derrotas. Por eso el continuismo es la enfermedad de las democracias infantiles, en tanto que la continuidad es el fruto de las democracias que han llegado a su sazón.

¿Pasaremos nosotros, en esta instancia, a la antesala de la madurez? Esa Cristina infantil, que todo lo pretendía, ¿dejará su lugar a otra versión menos pretenciosa, más abierta al aprendizaje y, por ello, más proclive al enriquecimiento democrático? Los argentinos, en cualquier caso, estamos aprendiendo de los errores de ella.

Quizá Cristina ha sido, después de todo, sólo una versión juvenil, adolescente, de la democracia que, trabajosamente, vamos adquiriendo los argentinos

¿En qué nos sirvió en este sentido la experiencia de Cristina? En que, gracias a ella, los argentinos experimentamos en cabeza ajena y, debido a eso, sabemos algo más y somos algo más de lo que éramos antes de ella. ¿Debiéramos estarle agradecidos por este progreso?

Esta pregunta se conecta con otra: ¿estamos aprendiendo de nuestros errores? ¿Hasta qué punto, gracias a ellos, estamos progresando? ¿Los argentinos de esta generación, gracias justamente a nuestros errores, somos más sabios que los argentinos de ayer? Quizá podríamos clasificar a las generaciones según lo que hayan asimilado de sus experiencias vitales. Esto, que ya es difícil a título personal, ¿es al menos imaginable a título generacional? ¿Dónde estamos en relación con aquellos que nos precedieron? ¿Qué clase de legado les estamos dejando a los que vendrán?

Cuando éramos chicos, nos invitaban a practicar exámenes de conciencia. ¿Podríamos repetir esta práctica a esta altura de nuestras vidas? Los argentinos ¿sabemos verdaderamente cómo nos va? Si nos miráramos en el espejo de nuestras conciencias, ¿qué nota nos pondríamos cuando nadie nos mira? ¿Seríamos benevolentes o rigurosos?

Siempre nos dijeron que nos esperaba un gran futuro. Ese gran futuro ¿era una gran promesa o una gran ilusión? Los argentinos ¿a qué altura estamos en el camino de nuestras esperanzas? ¿Todavía existe entre nosotros una verdadera potencia de ensoñación? Y si ella aún subsiste, ¿será un estímulo o una condena?

Lo más maravilloso del ser argentino a esta altura de nuestra historia es que esto aún está por definirse, a lo mejor en el curso, precisamente, de nuestros días. Silenciosamente, quizás el futuro de nuestros hijos se esté configurando justamente hoy.