Pregunta: ¿qué es un demócrata? Alguien que considera que todos somos potencialmente iguales en nuestra capacidad de acertar o equivocarnos. En las cuestiones públicas, los políticos son responsables de mantener las condiciones de esa igualdad potencial. Por lo tanto, deben aceptar que sus razones para la acción son mensurables con las razones de los que tengan otros motivos, causas, ideas y soluciones.
No está de más recordarlo: los sujetos de la política democrática están obligados a admitir que otros, pensando o actuando de manera diferente, podrían tener razones válidas. Antonio Cafiero hizo una vida con estos principios. Cafiero, dijeron muchos de los que lo despidieron, apreciaba la discusión con los que no pensaban como él. Quien discutía sus ideas o criticaba sus actos (recordemos una vez más que fue jefe de la Renovación en el justicialismo y gobernador de la provincia de Buenos Aires) no representaba la ajenidad externa y enemiga. No quedaba inmediatamente separado por una distancia imposible de recorrer. En el Congreso, la noche que Raúl Alfonsín era velado, se me acercó y, tomando mi mano entre las suyas, me dijo: “Tenemos que hablar”. Respondí con torpeza: “Usted sabe que no soy peronista”. Cafiero se acercó e hizo evidente lo que yo no había entendido de un mensaje que no era para mí: “Por eso, por eso”.
Cafiero era un hombre generoso, cualidad política rara y relevante. La generosidad no es un obstáculo a la ambición legítima. No hay democracia sin un tipo especial de ambición. Pero la generosidad es el contrapeso que custodia la ambición y la obliga a no violar límites éticos. La generosidad no es simplemente una cualidad subjetiva, sino una virtud pública. Ennoblece la política, tanto como la mezquindad la degrada.
Cristina Kirchner es el tipo opuesto y simétrico a Antonio Cafiero, su espejo invertido. A quienes no se le subordinan intelectual y políticamente, la Presidenta les atribuye los tres rasgos con los que el italiano Roberto Esposito caracteriza el Mal (Diez pensamientos acerca de la política, FCE). Veamos.
- Primer rasgo: el enemigo interno. En los últimos tiempos, la Presidenta ha señalado con elocuentes ademanes que el peligro nos llega de Oriente y del Norte. Cultiva la tradicional idea nacionalista de que el mundo entero, al unísono, conspira contra la Patria. Lo importante de su discurso no pasa por darle clase a Obama sobre la Yihad, sino por darnos clase a todos los argentinos sobre los enemigos internos y especialmente contra los que no admiran su gobierno. Este rasgo del kirchnerismo desde la era Néstor, la Presidenta lo cultiva con la paciente disciplina de un apóstol. Encontrar un enemigo es necesario para atribuirse todos los aciertos. No sólo sigue a Néstor sino a Perón cuando, en su peor momento, dijo: “Al enemigo, ni justicia”.
Reconocer alguna cualidad positiva en las diferencias equivale a suspender la radicalidad del Mal que, a su vez, sostiene la radicalidad del Bien. Si el kirchnerismo es el Bien supremo, quien se le opone no puede ser sino el supremo Mal. Como creyó aprender del desaparecido Ernesto Laclau, la Presidenta establece separaciones nítidas y binarias. En este sentido, es una populista no tanto o no sólo por sus actos de gobierno, sino por su concepción de lo político.
- Segundo rasgo: el supersentido ideológico. Repetitiva y perseverante, la Presidenta define a sus opositores como hundidos en el error o, incluso peor, en la malevolencia. Esta operación iguala las objeciones mínimas con las críticas más vastas, en un bric-à-brac característicamente cristinista, donde todo tiene la misma importancia. Sirve para atribuir un sentido único a lo que es el Mal. La síntesis apurada favorece la mala discusión que atribuye un argumento equivocado a alguien para, acto seguido, proceder a su demolición.
Un misterioso hilván cose a los malos que logran siempre compatibilizar sus intereses, aunque sean opuestos, y sus pensamientos aunque sean divergentes. Están soldados en bloque, son malos totales. Pese a sus diferencias y aunque esto parezca contradictorio, tienen un pensamiento monolítico, ya que oponerse a cualquier cosa presidencial implica oponerse a todo. Y, además, al ser el Mal que enfrenta el Bien (que es la Presidenta en su encarnación terrena), tienen la homogeneidad que suele atribuirse a las esencias: bajo disfraces diferentes, incluso enfrentados entre sí, piensan lo mismo desde siempre.
Por eso, la Presidenta les dice que Ella, también desde siempre, piensa (y cree y está convencida y sabe) algo que es exactamente lo contrario. El hecho miles de veces repetido de que la Presidenta no tenga interlocutores sino soldados vinculados por la norma de la obediencia debida es, según su concepto político, la única respuesta posible a ese “supersentido ideológico” que habita en la oposición. Ellos están unidos por un cemento ideológico de alta homogeneidad, porque fueron definidos como opositores. El círculo se cierra.
Alguien podría preguntarse por qué es necesario darle esa coherencia ideológica a una oposición que evidentemente no la tiene, sino que anda más bien como alma en pena tratando de ver cómo se ganan unas elecciones. La necesidad es más imperiosa que lo conveniente porque funda la Esencia misma de aquel que se oponga. Enfrentarse es formar parte de ese territorio inmenso, traicionero, antipatriótico e insensato. Si la Presidenta cree tener el monopolio de los intereses nacionales, es lógico que quien la cuestione represente la antipatria. Quien sea, sintetiza los rasgos del enemigo bélico, porque Cristina, para usar una fórmula clásica, reduce la política a guerra. La superideología de los opositores es temible porque, por definición apriorística, son lo peor.
- Tercer rasgo: mimesis de la totalidad. La Presidenta se nos ha mostrado bajo las más diversas figuras: colorida y de luto, bailando en los techos de la Casa de Gobierno, presentándonos a su perro, dando clases magistrales en los lugares más insólitos o más impropios, sacudiendo el pelo o haciendo mohínes en las balaustradas de Casa de Gobierno. Todos los recursos son válidos porque ella está convencida de que enfrenta una conspiración universal en su contra, lo que equivale a decir: en contra de la Patria. Si la Patria es el todo, y la Presidenta lo representa totalmente, el enemigo que la enfrenta también es total. En consecuencia, combina dos rasgos de lógica contradictoria que se funden en una figura mítica bifronte: “los otros” no valen nada y, al mismo tiempo, son poderosísimos.
Cristina Kirchner se considera superior a todos sus competidores y, por lo tanto, envidiada y siempre tenida en menos ya que nadie puede resolver el problema que plantea su totalidad: si alguien es inmensamente superior, es difícil que se lo juzgue desde la perspectiva de los meramente humanos. Si ella fue la más exitosa de las abogadas y la más exitosa de las presidentas, ¿cómo no suponer que el mundo se divide entre quienes la envidian y quienes, también por envidia, quieren tomar su lugar?