El incremento tan vertiginoso como exponencial del patrimonio de Néstor y Cristina Kirchner desde que llegaron al poder atrae cada vez más a menudo la atención de la prensa internacional. El vicepresidente Amado Boudou fue procesado ya dos veces. En un caso, porque le atribuyen la adquisición, a través de testaferros, de la fábrica de papel moneda Ciccone Calcográfica; en otro, por estar acusado de haber intentado estafar a su ex esposa en un juicio de divorcio al adulterar la documentación de un automóvil.
Es comprensible que casos como ésos, por su dimensión y repetición, desaten escándalos. Pero la corrupción en nuestro país constituye un problema que excede la sucesión de episodios llamativos por lo poco edificantes. Se ha convertido en un problema estructural, una virtual enfermedad endémica, que hasta determina la política exterior. El vínculo con la Venezuela chavista está asegurado no sólo por la confraternidad del populismo autoritario: también lo consolidaron la valija de Guido Antonini Wilson y las sospechosas contraprestaciones del fideicomiso binacional que denunció en su momento el embajador Eduardo Sadous. Las últimas afinidades externas del kirchnerismo van en esa dirección. Sobre todo, el idilio con la Rusia de Vladimir Putin, donde la combinación de lo público y lo privado ha ejercido, durante años, una deplorable pedagogía sobre el kirchnerismo.
La agitación pública que producen los escándalos protagonizados por los más encumbrados personajes del Gobierno induce a quienes competirán en las próximas elecciones a formular propuestas que garanticen una mayor transparencia. La única corriente política en la cual los candidatos no mencionan la corrupción es el Frente para la Victoria.
Entre los demás, se escucha hablar de una comisión especial para investigar grandes casos de corrupción, que estaría integrada por personalidades ejemplares y se inspiraría en la Conadep, creada durante la presidencia de Raúl Alfonsín. También se sugieren penas más duras para los funcionarios que delinquen. Se ha aconsejado, además, castigar a esos funcionarios en su patrimonio, obligándolos a devolver los bienes mal habidos.
Si bien todas esas iniciativas son saludables, es imprescindible no olvidar algunas medidas más obvias, inmediatas y sencillas para combatir la decadencia moral de la función pública. Es imprescindible, antes que nada, que quienes se postulen para las elecciones del año próximo asuman un compromiso preciso y verificable para favorecer dos condiciones sin las cuales cualquier saneamiento de la vida pública está destinado al fracaso: la independencia de la Justicia y la libertad de prensa. Sin jueces decentes, que realicen su trabajo con autonomía, y sin un periodismo inquisitivo y no sometido al acoso político o económico por parte del Estado, ninguna medida puede ser exitosa.
No es una casualidad, sino una estrategia, el hecho de que la preocupante extensión de la corrupción pública haya coincidido en estos años con los ataques más duros a la independencia de los jueces y la libertad de los medios de comunicación. Para advertirlo, basta observar lo que ha sucedido con el entramado de negocios que une a la familia Kirchner con el proveedor de obra pública Lázaro Báez. Apenas se conocieron en detalle esos vínculos, Báez pidió censura previa y el fiscal José María Campagnoli, quien lo investigaba, fue separado de su cargo. Acorralar al periodismo y a la Justicia es el método más eficiente para garantizar la impunidad. O, planteado de otro modo, si los hombres públicos saben que están expuestos a la investigación de la prensa y que pueden ser juzgados por magistrados independientes, su propensión a violar la ley será mucho menos frecuente. No debería llamar la atención que una corriente política infectada por la corrupción, como el kirchnerismo, haya considerado que sus reformas cruciales serían una ley de medios y una ley judicial. En ambos casos, para aumentar aún más la intervención del Poder Ejecutivo sobre esas actividades, con la excusa de una supuesta democratización.
La profesionalización de la función pública es otra vía imprescindible para reducir los niveles de corrupción. Los dirigentes que pedirán el voto en los próximos comicios deberían aceptar que los cargos de la administración, hasta la jerarquía de director nacional, sean ejercidos por personas que se sometan a concursos periódicos. Las desviaciones resultarían menos frecuentes y más dificultosas si el funcionario político no cuenta con una red de cómplices. El actual Gobierno camina en el sentido contrario: ha anegado las oficinas del Estado con una clientela cuya virtud más notoria es la adhesión facciosa al liderazgo personalista de la Presidenta. Lo que, con bastante hipocresía, se denomina "militancia", y no es más que financiación partidaria a través de los recursos de los contribuyentes.
También sería muy beneficioso para la regeneración de la política volver más transparentes sus mecanismos de financiamiento, un aspecto de la vida pública que se ha vuelto muy sombrío en los últimos años y que la justicia electoral viene reclamando desde hace mucho tiempo.
La Presidenta quedó salpicada, durante la campaña de 2007, por el narcotráfico, ya que comerciantes de efedrina estuvieron entre sus primeros mecenas. La enorme expansión del negocio de los juegos de azar, que en los últimos diez años fue muy notoria, es otro de los factores que explica la opacidad con que los candidatos sostienen sus carreras. Alcanza con señalar que, para fiscalizar una elección en la provincia de Buenos Aires se necesitan alrededor de ocho millones de pesos, que se reparten de manera clandestina. La resistencia a implantar un sistema electoral más transparente apunta a mantener este subsuelo de ilegalidad en el sostenimiento de la política.
Además de estas reformas, los aspirantes a cargos electivos del año próximo podrían dar algunos testimonios muy sencillos de su interés por volver a ligar a la política con la moral. Por ejemplo, eliminando el nepotismo, entendido como el modo en que los caudillos se apropian del presupuesto del Estado promoviendo a sus familias y a sus amigos para el ejercicio de cargos públicos.
La ley de ética pública obliga a los funcionarios a declarar su historia tributaria, desde su inscripción como contribuyentes en la AFIP. Pero resulta indispensable ampliar esa obligación por lo menos a los familiares directos de quien ocupa un cargo de jerarquía.
Las remuneraciones de los servidores del Estado también presentan aspectos problemáticos que alientan la corrupción. Muchos agentes públicos cobran sueldos muy inferiores a los que corresponderían por sus capacidades. Para remunerarlos se apela a dinero clandestino, que termina alimentando los vicios administrativos. Los salarios de los miembros del Poder Ejecutivo y del Poder Legislativo deberían ser razonables y transparentes. Hay expertos que aconsejan recompensar al funcionario con un ingreso equivalente al que cobraría en su profesión particular, calculado según las tres últimas declaraciones juradas ante la AFIP.
La discusión de estos problemas y la búsqueda de soluciones confiables son necesarias para una sociedad que ha perdido la confianza en una dirigencia política sobre la cual, una vez más, sobrevuela el fantasma de la crisis de representación. Quienes representan a los demás ciudadanos tienen el deber de cultivar una conducta ejemplar y la obligación de desmentir en los hechos que el ingreso en la vida pública sea la estrategia más eficiente y rápida para enriquecerse.