Ya al final de La ética protestantey el espíritu del capitalismo, Max Weber, que se reconocía como un miembro de la burguesía, dejó entrever, con sobria melancolía, el futuro que le esperaba a la cultura. El afán de lucro se pondría al servicio de la satisfacción inmediata de los deseos, quebrando el ascetismo de la acumulación. El ahorro daría paso al consumo y con éste a un tipo de personalidad competitiva, efímera y volátil, que Weber equiparó, acaso con excesiva severidad, a las que genera el deporte.

Con el tiempo, esta crítica fue perfilándose, a medida que incorporaba nuevos datos de la realidad. El sociólogo Theodor Adorno observó que lo que en un tiempo los filósofos llamaban vida se encuentra reducido hoy a la esfera del puro consumo. El ensayista y cineasta Guy Debord fue más allá. Radicalizando el diagnóstico, caracterizó a la sociedad moderna como un gran espectáculo, cuya clave no es la imagen, sino la relación social entre personas mediatizadas por imágenes. Describió un deslizamiento histórico del ser al tener, y de éste al parecer. En esa fase, el consumo de mercancías -una de las diversiones cambiantes del espectáculo- contribuye a la banalización, multiplicando indefinidamente los roles y los objetos por elegir.

Es interesante observar que se ha asociado este diagnóstico de época con las dificultades de la izquierda y el progresismo para imponer su programa político en las actuales democracias. La idea es que el consumo y el espectáculo adormecen la conciencia emancipadora que la izquierda representó históricamente. Y no se trata de una alteración momentánea, sino de un cambio estructural que lleva a las sociedades a optar por la derecha. Ésa es, en esencia, la tesis del lingüista italiano Raffaele Simone, cuyo libro El monstruo amable. ¿El mundo se vuelve de derecha? desató una fuerte polémica en Europa. Una de las fuentes de Simone es Tocqueville. De él extrae la expresión que da título a su libro. El francés temía que la igualdad y el bienestar económico derivaran en un adormecedor conformismo. En otras palabras: que el Leviatán sancionador de Hobbes deviniera en un monstruo amable, cuya estrategia para hacerse obedecer fuera seducir, no atemorizar.

En las postrimerías del régimen, pareciera que aflora, ya sin máscara, ese monstruo amable y seductor, que tal vez desilusione a los que esperaron que el kirchnerismo fuera algo más que una reivindicación económica elemental. Necesitada de reactivar la economía, de mantener su imagen, de disimular la inflación, de consolidar su tropa, la Presidenta consagró esta semana la ontología del consumo. De lo que se trata, esencialmente, es de comprar, de invertir en "lo que se toca y se ve", todo lo demás es mentira, es un cuento chino, enseñó Cristina desde el atril, mientras publicitaba, como una locutora de los años 60, las bondades de la venta en cuotas: "El plan Ahora 12 es aplicable para jueves, viernes, sábado y domingo. Así que, señora, anote, si quiere comprar en doce cuotas, anote, anote?".

El problema no es inducir al consumo, que puede tratarse de una legítima política económica. El cuestionamiento que se plantea aquí es otro: que un gobierno que tuvo la intención de transformar la sociedad y la política, que dice abominar la concentración económica y los excesos del capitalismo internacional; que habla de liberación, reivindicando un significante por el que se derramó sangre idealista hace 40 años, termine jugando sus últimas cartas a la compra de electrodomésticos y otros bienes durables, como si eso fuera un programa vital y significativo en orden a la emancipación.

Pareciera que al kirchnerismo se le perdió algo en el camino. Cumplió con el cometido de sacar a la sociedad de la desesperación, con trabajo, programas sociales y actividad. Pero se olvidó de hacer algo para ayudarla a combatir la alienación y el embrutecimiento, como podría haberse esperado de su propia prédica y de la de sus mejores representantes. Esto no les resta méritos a otros logros, como los avances en derechos humanos y civiles, o la votación histórica en la ONU. Pero suena a una malversación o a un proyecto truncado. Es difícil barruntar al hombre nuevo detrás de un líder que se parece más a un vendedor a que a un estadista.

Quizá sirva insistir en esta paradoja: el kirchnerismo concluye envuelto en una cultura del espectáculo y del consumo similar a la del menemismo, que funcionó durante años como su bête noir. Se vale, igual que aquél, del monstruo amable, una recreación hipermoderna del pan y del circo. El título de Página 12 para reseñar la venta en cuotas con tarjeta parece un acto fallido, o una crítica encubierta, que habilita este argumento: "Deme doce". Mientras tanto quedan pendientes, o velados detrás de esta cortina de consumo, la desigualdad creciente, el delito, la corrupción pública y privada, el narcotráfico, la violencia cotidiana y el poco apego a la ley, esa anomia que nos caracteriza y devora.