Los dirigentes opositores y los líderes sindicales que lo vieron (ni hablar de los oficialistas) suelen dar testimonio de esa prédica papal. Normalidad, sin sobresaltos, en tiempo y forma. Ésa es la receta del papa Bergoglio para que el país transite el año y tres meses que le restan a Cristina Kirchner . El propio Mauricio Macri suele recordar que lo aconsejó de esa manera cuando lo vio al Pontífice la última vez.
Hubo un momento entre marzo y julio de este año en el que la política argentina pareció seguir la fórmula papal. El Gobierno había tomado en enero duras decisiones económicas que lograron estabilizar el mercado cambiario. En marzo, la Presidenta almorzó con el papa Francisco en el Vaticano. Esos dos hechos, que parecen aislados entre sí, contribuyeron a calmar la agitación política que se vivió en las primeras semanas del año. El mensaje de serenidad de Bergoglio no sólo está dirigido a los opositores y sectores sociales, sino también a los funcionarios kirchneristas que lo visitan. Puede concluirse que la Presidenta también figura entre los que escucharon el reclamo de Francisco.
La opinión papal es una mirada que va más allá de lo institucional, aunque este aspecto también figura entre sus argumentos. Bergoglio cree que el final caótico de un gobierno significa tragedias políticas personales, pero también, y sobre todo, un enorme sufrimiento social. Vivió demasiado cerca la crisis de 2001 y 2002 (fue el gran impulsor del Diálogo Argentino para tratar de evitar el colapso) como para ser un observador indiferente de las periódicas tribulaciones de su país.
El almuerzo del próximo 20 de septiembre fue seguramente motivo de previos mensajes entre la Presidenta y el Papa. La carta manuscrita del Pontífice fija el día y el momento del encuentro, algo que no es habitual en Bergoglio. El Papa suele sugerir un día para reuniones con él, pero siempre deja abierta la posibilidad de un cambio, según la agenda del invitado. Nadie, obviamente, cambia nunca la propuesta papal. En este caso, Bergoglio da por sentado que Cristina Kirchner podrá estar en Roma el 20 de septiembre a la hora del almuerzo. ¿Hubo un mensaje previo de la Presidenta de que quería verlo? ¿Fue Cristina la que le hizo decir que podría aprovechar su viaje a Nueva York para dar una vuelta enorme y pasar por Roma? Es probable. El Papa desliza en su carta, incluso, que conoce el itinerario presidencial. "Sé -le dice- que alrededor del 20 estará cerca de aquí, o al menos más cerca que desde Buenos Aires."
La hipótesis más creíble es que el mensajero de ese deseo presidencial fue el ex jefe de gabinete de la Cancillería Eduardo Valdés, un viejo dirigente peronista de la Capital que tiene buena relación con el Papa. Valdés debió enterarlo al Pontífice de la agenda internacional de la Presidenta. De hecho, fue el ex diplomático quien le llevó a Cristina la carta del Papa. Formalmente, de todos modos, la invitación surgió de Bergoglio, como queda claro en la carta manuscrita.
Una segunda lectura necesaria es que el Papa se entusiasmó en el acto con la posibilidad de volver a comentarle a Cristina la necesidad de un proceso político sin grandes rispideces. Desde junio pasado han ocurrido muchas cosas. La situación económica se agravó. El Gobierno optó por romper cualquier posibilidad de acuerdo con los holdouts en el despacho del juez norteamericano Thomas Griesa. La escasez de dólares está provocando una parálisis lenta, pero constante de la industria. Hay miles de trabajadores suspendidos, que es la antesala del despido. La inflación pegó un nuevo respingo hasta colocarse cerca del 40 por ciento anual. Hay muchos negocios que cierran y empresas que quiebran. Ningún dato de la economía es bueno.
La opinión del Papa sobre la situación local es la de la Iglesia argentina. O al revés: la de la Iglesia es la opinión del Papa. Nadie en su sano juicio podría suponer que la Iglesia más cercana al Papa, que es la argentina, tiene un punto de vista opuesto al del Pontífice. La conducción católica argentina se manifestó preocupada en los últimos tiempos, a través de distintos voceros, por la inflación y el creciente desempleo. Son conocidas, por lo demás, sus viejas denuncias sobre el flagelo de narcotráfico y la tragedia de la inseguridad. El desafío del Papa es respetar la independencia de criterio de su Iglesia, pero, al mismo tiempo, preservar la relación con un Gobierno que tiene el poder de resolver o de empeorar las cosas.
De todos modos, debe vérselo también al Papa como el líder mundial que es. Ninguno de los muchos conflictos internacionales que existen lo tienen como un espectador lejano. Ni la irrupción de Estado Islámico en Irak y Siria, ni la guerra y la tregua entre Israel y Palestina. Ya sea porque se comenten crímenes execrables en Irak y Siria o porque el fanatismo jihadista persigue con saña a cristianos. El propio Papa se involucró personalmente en un proceso de paz en Tierra Santa. A esos conflictos internacionales debe agregárseles el proyecto de Francisco de imponer profundos cambios en la Iglesia. Se cometería un serio error si se observara al Papa como un líder político argentino, obsesionado sólo con el curso de las cosas públicas en su país. Es un líder moral en la Argentina, no un líder político. Su país es importante para él, pero es sólo una parte de un temario muy amplio.
Llama la atención, por lo demás, la aparición de funcionarios kirchneristas que ahora se exhiben como sus amigos (Gabriel Mariotto, Guillermo Moreno, Julián Domínguez o el propio Valdés, entre otros). Durante casi diez años, el entonces cardenal de Buenos Aires fue relegado y menospreciado por los gobiernos de los dos Kirchner. Ningún funcionario de entonces, tampoco los que son supuestamente sus amigos de ahora, hicieron nada para cambiar la opinión del Gobierno sobre el arzobispo de Buenos Aires. Ni siquiera se sabía que lo frecuentaban. Sólo se expusieron cuando Cristina los habilitó. Demasiado poco, demasiado tarde.